jueves, 29 de diciembre de 2011

La insoportable racionalidad del ser


En 3º de la ESO existe una asignatura optativa denominada “Cultura Clásica”, normalmente impartida por el profesor –o profesora, como es mi caso- de latín. En este ingente cajón de sastre se debe introducir a los estudiantes durante el irrisorio tiempo de un cuatrimestre en la cultura grecorromana, tanto a nivel histórico y social como literario y mitológico, a fin de que conozcan, comprendan, respeten y, si hay suerte, gusten del inestimable patrimonio de las civilizaciones griegas y romanas.

Uno de los temas que más éxito tiene entre los alumnos es el de mitología. A todos sin excepción -predelicuentes incluidos- les encanta escuchar la emasculación y consiguiente destronamiento de Urano o el fervoroso y terco amor de Orfeo hacia su queridísima Eurídice, desafiando hasta los mismísimos dioses, entre otros tantos. Pero antes de desgranar estas encantadoras historias, hay que explicar qué es un mito, para que comprendan que, a pesar de su parecido con un cuento cualquiera, no era eso exactamente para los antiguos griegos.

Resumiendo mucho, el mito viene a ser uno de tantos intentos que ha tenido el ser humano por explicar aquellas cosas incomprensibles que aparecían en su día a día. Es en este momento cuando digo a mis alumnos que preguntarse el porqué de las cosas es algo tan innato, tan natural en el ser humano como el mismo acto de respirar. Mis alumnos –algunos todavía en el tierno estado de bestias pardas- me miran con cierta extrañeza: no están muy convencidos de que sea tan importante e inevitable preguntarse por qué.

El ser humano es, de manera indiscutible e innata, un animal racional. Si bien es cierto que, tras casi treinta años pisando la superficie de este planeta, me he encontrado a ciertos especímenes que tenían más de animal que de racional, la excepción confirma la regla. Todo ser humano necesita entender por qué. “¿Pero con respecto a qué?” podría preguntar alguien. La respuesta es simple: con respecto a todo, siempre y cuando sea pertinente para el individuo en cuestión.
Quizá no me interese saber por qué se escribe “lobo” con b o por qué las barras de pan tienen esas marcas y no otras, pero otro tema completamente distinto sería saber por qué aquel chico, que parecía mostrar interés, de repente parece haber desarrollado una alergia galopante hacia mí o por qué el jefe ha decidido practicar un grado intolerable de crueldad sobre sus empleados o por qué la suegra no me acepta (con lo que yo me desvivo por ella!) o por qué me ha tocado a mí esta enfermedad.

Lo que nos confunde, nos deja varados y no nos permite avanzar hacia delante es la incomprensión, la falta de un porqué que aclare y desenrolle la situación en que nos vemos maniatados e incluso martirizados. Grandes traumas y frustraciones provienen de sucesos sin explicación. Nuestra mente busca una explicación –con mayor o menor grado de veracidad, eso es lo de menos; y si no, que se lo digan a los griegos y sus mitos- que detenga la espiral imparable de preguntas que puede llegar a crear nuestro cerebro, el verdadero yonki de porqués.

¿Qué importa si no encaja del todo una explicación o si no está completa porque falta la visión de la otra parte? ¿Importa algo si la explicación de mis desgracias tiene que ver con la alineación de unos astros o la tirada caprichosa de unas cartas? Tenemos una razón lógica –insisto, no necesariamente sinónimo de verdadera-, comprensible y a ella nos aferramos para superar los conflictos que la vida despliega ante nuestros ojos. Si tenemos el porqué, tenemos la mordaza para acallar la otra parte que es tan nuestra como el raciocinio, aunque infinitamente más problemática e indomable: el corazón.

El único problema con respecto a encontrar el porqué de las cosas es el tiempo. Porque el ser humano, además de racional, es, por definición, impaciente y no acaba de entablar una relación sana con el elemento rey del Universo que, valga la redundancia, necesita su propio tiempo, no el que nos conviene a nosotros.

Trataré del tiempo en otro post. Ahora sólo queda ser pacientes.

Difícil, ¿verdad?

domingo, 9 de octubre de 2011

AMB UNA VEGADA NO N’HI HA PROU



Desde el primer momento en que puse mis pies sobre tu asfalto, supe que lo nuestro sería una historia de amor, Barcelona.

A pesar de la apabullante amplitud de tus calles para una gijonesa como yo, a pesar del asfixiante, pegajoso, húmedo, continuo calor con el que parecías recordarme, gota a gota de transpiración, que aquel no era mi hábitat natural, me quedé irremediablemente prendida de ti.

Algunos me preguntaron – he de confesarte que lo siguen haciendo, Barcelona- qué tenías tú que me había embrujado hasta el punto de hacer las maletas y abandonar la tranquila tierrina que me vio nacer, qué sutil canto de sirena habías vertido en mis oídos que desde la primera vez que te dejé, jurándote volver, sólo querían escuchar aquellas palabras que flotaban en tu atmósfera cargada de polución, aunque no las entendiera todavía. Y yo, a pesar de todas las palabras que atesoraba mi cerebro tras tantos años de estudio, tantos libros leídos, tantas líneas traducidas, no sabía contestar nada más elocuente que esto: “Porque me gusta.” Esta sencilla y simple contestación no era más que la prueba irrefutable de que lo nuestro, Barcelona, sería una historia de amor verdadero. ¿Acaso sabe el amante explicar científicamente por qué le gusta su amado? ¿Acaso tiene alguna importancia si, tras sesudos esfuerzos, supiera plasmar en palabras los motivos que justifican su amor? Como mujer de letras, siempre he visto con recelo ese ansia devorador por explicar y justificar absolutamente todo. Como el amor, no eres algo que se explique, Barcelona, eres algo que se vive, se siente, se lleva adentro sin recordar exactamente cómo has conseguido llegar hasta ahí ni desde cuándo. Por eso, me niego a explicarte más allá del “porque sí”. Eres tan mía como yo soy tuya, Barcelona, y por eso siempre te seré fiel, porque me aceptaste tal cual llegué. Me aceptaste incluso cuando te miraba con recelo –tan grande y tan diversa, me preguntaba si habría sitio para mí-; estallaste conmigo de júbilo cada vez que el amor me visitó y hacías que el sol luciera triste cada vez que me abandonó.

Me has dado canciones que hicieron de telón de fondo de mis recuerdos; me has dado tus gentes, ésas que al principio son reservadas pero que, una vez que se dan cuenta de que quieres y aceptas su propia tierra tal cual es, ríen y lloran mis alegrías y penas como si fueran suyas. Y no sólo sus gentes sino, rica y tan cambiante como eres, también me has dado aquellas que, como yo, has adoptado y enamorado a partes iguales.

Sin pensarlo ni un segundo, volvería a beber fervorosamente del caño de Canaletes porque incluso los malos momentos vividos en ti son dignos de ser repetidos una y otra vez sólo por poder decir que ocurrieron en tus andenes de metro, sobre los adoquines modernistas del Eixample, bajo la serena mirada de tu Mediterráneo, en los misteriosos recovecos del Gòtic, ante las señoriales fachadas de Sarrià, en medio de tus atestadas Ramblas…

Me viene a la mente la primera frase en catalán que me trajo por la calle de la amargura, pues no era capaz de descifrar su mensaje. Aparecía en el vehículo destinado a donar sangre en Portal de l’Àngel. “Amb una vegada no n’hi ha prou”. Ha resultado ser de perfecta para definir mi historia de amor contigo, Barcelona: con una vez, no basta.

lunes, 29 de agosto de 2011

Va por nosotras


Aparece una adolescente en escena. De unos dieciocho años, complexión normal, ni muy baja ni muy alta. Atractiva aunque, debido a la edad y a una serie de inseguridades propias de dicha etapa, no lo sabe todavía.

Se maquilla, un sábado más, ante el espejo: primero la crema hidratante, luego un poquito de base y antiojeras – exámenes y madrugones se dejan notar incluso en los rostros más jóvenes. A continuación, toca elegir la sombra de ojos y para ello -antes muerta que sencilla- nuestra protagonista debe pensar en la ropa que se pondrá después. ¿Escogerá un tono lila para dar un punto de color al negro que imperará en su vestimenta? ¿O quizá se decante por el marrón, que hará juego con sus más que normales ojos? Decidido esto, sigue el ritual con la delicada aplicación del color sobre el párpado – al final, ha optado por el lila, por si alguien sentía curiosidad-: de dentro hacia afuera, igual que se lo había visto hacer a su madre tantísimas veces, sin salirse del párpado móvil. Tras unos instantes, contempla el resultado que le devuelve el espejo con minuciosa atención -”¿Me habré echado demasiado? ¿Habré acertado con el color? ¿Será demasiado ir por ahí con esto? Estos brillos no sé si me acaban de convencer... Ya he visto a algunas chicas con este tono pero, ¿a mí no me queda raro?”-, crema desmaquillante y algodón cerca por si el reflejo que el espejo le devuelve no la satisface plenamente. A pesar de las dudas, decide, por una vez, ser atrevida y seguir adelante con ese color -”para todo hay una primera vez, ¿no?”.

Tras repetir exactamente esta operación en el otro párpado, le toca el turno al lápiz de ojos. No tiene ni que pararse a pensar. A pesar de que en el estuche de pinturas de su madre haya diferentes tonos, escoge el negro. Aclararé, aunque quizá las lectoras de este post no lo necesiten, que la elección de nuestra protagonista está motivada por su intento de parecer mayor. Nada como el negro para dar seriedad, sofisticación y profundidad a unos ojos. Nada como el negro para transformarse de niña en mujer. Primero, el párpado inferior, bien marcado. Nuestra protagonista se sonríe internamente al recordar que, de niña, cuando veía a su madre realizar esa misma operación, creía que el hecho de pasarse un lápiz -igual que los de Staedtler desde su ingenuo punto de vista- por dentro del ojo tenía que ser muy doloroso. Ahora venía la parte crucial: el párpado superior. El truco estaba en tener bien afilado el lápiz, tensar ligeramente la piel del párpado y no desviarse apenas de la zona de las pestañas. Y contener la respiración, claro. Pasado ese momento, sólo quedaba poner un toque de blanco en el pico interno del ojo y a lo largo de toda la ceja -para dar un punto de luz, como le había aconsejado una amiga suya.


Justo cuando se disponía a finalizar su tarea aplicando un poquito de rímel en sus pestañas, aparece, detrás de ella, su novio. Tiene también dieciocho, es atractivo pero, a diferencia de nuestra protagonista, él lo sabe a ciencia cierta, rozando el comportamiento de un pavo real. Como es el primer amor de nuestra protagonista, lo idolatra. Ella sonríe triunfal al reflejo de su amor ante el espejo. Parece otra y por ello, se siente guapa. O, al menos, se sentía así hasta que, pasados unos segundos, en la cara de su amor no se refleja ninguna sonrisa ni nada parecido. Tenía una expresión contenida. Nuestra protagonista no separa los ojos de él, a la espera, ansiosa, de su veredicto.

- La que no es guapa a los dieciocho ya no lo será nunca -sentenció su novio.


La sonrisa de nuestra protagonista se marchita a medida que su cerebro va procesando la información que acaba de salir de la boca del ser superior que tiene por novio. Cuando él se va del baño, nuestra protagonista se queda mirando fijamente su reflejo. Tan claro como que debía de ponerse lápiz de ojos negro, sabe lo que tiene que hacer ahora. Alarga su mano hasta la crema desmaquillante y el paquete de algodón que está al lado. Mientras se desmaquilla, siente que se caen trozos de sí misma. Había fracasado estrepitosamente en su propósito. A fin de cuentas, nada de esto importaba si a él no le gustaba, puesto que, en realidad, era para él para quien se maquillaba. Sólo quería gustarle más. Una vergüenza terrible, un sentimiento de sentirse completamente estúpida la invadió. Pero si él lo decía, sería cierto. ¿Por qué le diría una cosa que no fuera cierta? Él sólo miraba por su bien, para que no hiciera el ridículo. Se lo decía porque la quería, incluso sin maquillaje. Suspiró aliviada, recordándose la gran suerte que tenía por poder contar con él.

Si ya lo decía ella: el lila aquel no acababa de convencerla. ¿Por qué le habría hecho caso a su amiga con lo del famoso punto de luz? Las rojeces que empezaban a surcar sus ojos indicaban que estaba ejerciendo más presión de la necesaria. “Es verdad. Parezco un payasete.”

Su cara volvía a aparecer limpia, sólo surcada por aquellas ojeras de estudiante. Levantó la tapa de váter, tiró los algodones manchados de maquillaje y accionó la cadena.

Menos mal que está él para decirme cuándo voy bien y cuándo hago el ridículo; si no...”

Apagó la luz y anunció a su amor que estaba lista para salir a la calle.


Este post va dedicado a todas las mujeres que, por un mal entendido concepto de amor, se desmaquillaron alguna vez. Va por nosotras.


sábado, 20 de agosto de 2011

La verdad nos hará libres, por Luci


El origen del adjetivo “sincero” proviene, una vez más, del latín. Contaba mi profesor de Filología Latina durante el último año de carrera que sincerus -a -um era una de esas palabras que los latinos tuvieron que adaptar a los conceptos griegos, más filosóficos, más metafísicos y por tanto, más extraños al pueblo romano que, en origen, no eran más que campesinos. Este adjetivo, continuaba mi profesor, se aplicaba al mundo rural, concretamente al ámbito de la apicultura: las mejores mieles eran las calificadas como sinceras, porque, literalmente, no tenían cera. Posteriormente, el concepto se cargó de cierto matiz metafórico y se aplicó a aquellas personas que, porque no ocultaban nada, resultaban tan buenas como aquellas mieles que dejaban pasar hasta la luz a través de ellas.

Quizá porque lo llevo en los genes, quizá por esta apasionante explicación filológica, siempre he defendido la sinceridad a ultranza y la he practicado con fe ciega. Es probable que algunos de los que me estáis leyendo ahora mismo penséis: “Normal! Hay que ser sincero en esta vida y no mentir. La mentira es mala; la sinceridad, buena.” No habría material para un post si las cosas fueran tan sencillas pero la realidad, que supera en incontables ocasiones a la ficción, resulta ser más enrevesada. Decir la verdad, a pesar de la buena fama de la que goza, tendría que llevar un prospecto que indicara claramente sus contraindicaciones o efectos secundarios, tan adversos como imprevisibles. Por muy incomprensible que me resulte -llamadme ingenua-, hay gente que no quiere ni escuchar ni decir la verdad. Aducen razones como aquello de que una persona que dice siempre la verdad es un tanto maleducada o egoísta, que no sabe reprimir su impulsiva verborrea hacia los otros cuando a nadie le interesa; otros defienden que hay gente que confunde la sinceridad con una falta de tacto que pierde de vista que hay formas y formas de decir las cosas; otros, finalmente, consideran que no hay por qué decir la verdad si ello va a causar -siempre bajo su punto de vista, claro- más dolor, abogando por una de aquellas mentiras piadosas que cantaba el maestro Sabina.

Yo, que en esto voy a contracorriente, he escogido el poco transitado camino de la sinceridad y, a estas alturas de la película, me he encontrado con reacciones de lo más variopintas. Desde gente que te agradece esa sinceridad hasta gente que te extirpa de su vida porque, a pesar de las buenas palabras con las que has intentado adornar la realidad para que no le resulte tan cruda al otro, esa sinceridad les resulta de lo más hiriente. Mientras camino por este sendero recibiendo un palo sí, otro día también por culpa de esta manía mía respecto a decir la verdad, veo, en el sendero paralelo, cómo la gente se las ingenia para eludir de tanto en tanto la sinceridad que tan necesaria creo para cualquier tipo de relación entre personas.


Sinceridad y fidelidad, en realidad, son hermanas. Si los hombres -y también las mujeres, que haberlas, haylas- entendieran lo sencillo que es decir la verdad no habría tantas “historietas” a la hora de romper una relación, por ejemplo. ¿Nadie se ha dado cuenta de que si la causa del final de una relación es una infidelidad o que, simplemente, se acabó el amor lo más fácil es decirlo sin más? Ahora es el momento en que algunos os revolveréis incómodos en el asiento y pensaréis aquello de “Sí, claro, bonita. Lo que tú digas”, pero yo insisto. Obviamente, al decirle a tu pareja que se ha acabado lo que se daba o que te están entrando ganas de verte con aquella compañera del trabajo que no hace más que sonreírte, no se puede esperar una reacción calmada. Lo más normal es que el destinatario de este sincero pero incómodo mensaje se acuerde de todos tus muertos, de los hijos que todavía no has tenido y que te mande durante un tiempo todavía a determinar al limbo del silencio, de la no comunicación. Lo que mucha gente no ve son los beneficios que a la larga -garantizado- dará esa a priori suicida sinceridad: cuando al inevitable herido le pasen el tiempo y la ira del momento, verá que, a pesar del dolor, la otra persona le ofreció la versión verdadera en un gesto de gran valentía, sin importarle los sapos y culebras que aquella persona le espetó ante su sincera confesión.

Pero, claro, aquí es donde me quedo prácticamente sola. A la mayoría de la gente lo que le interesa es quedar bien, acabar las cosas sin que haya ningún malo de la película. Todos somos buenos gracias a una oportuna mentira o, según casos, a una verdad a medias. Las mentiras sólo son piadosas para el mentiroso, no para el que va a morder y tragarse ese anzuelo. La mentira es la salida de emergencia del edificio, sin mirar qué se deja atrás o en qué estado. Pero eso no es lo peor, queridos lectores: lo peor es la carga, de duración y peso indeterminado e insospechado, que habrá que arrastrar por culpa de una mentira que parecía ser muy cívica, muy correcta, muy necesaria, incluso.

Aunque la que escribe no es católica ni practicante, una de las mejores frases de la historia aparece en la Biblia: la verdad os hará libres. Siempre y cuando, añadiría yo, haya el valor suficiente para querer ser libres, implique lo que implique.

sábado, 13 de agosto de 2011

Pon una Claudia en tu vida por Luci


Mi nueva vecina tiene una hija llamada Claudia. A parte de que tiene -bajo mi humilde opinión- uno de los nombres más bonitos que la onomástica romana nos ha legado, es pizpireta, despierta, lista. Sólo he pasado con ella unos diez minutos pero no me ha hecho falta más: sus enormes ojos grisazulados, abiertos a más no poder, me confirman que tiene un hambre de mundo como sólo los niños pueden tener; la verborrea incesante y no siempre comprensible que sale de su boquita deja bien patente su urgente necesidad de comunicarse con el mundo que la rodea; su caminar tambaleante y, aun así, decidido habla de sus intenciones nada sutiles de conquistar el espacio que aparece ante ella; sus expresivos gestos, que vienen a salvar la anteriormente mencionada falla en su lenguaje, no son más que los movimientos que cualquier mago ejecutaría para mantener encandilado a su auditorio. Y lo más importante que, no por ser obvio, hay que dejar de decirlo: como niña que es, forma parte del género femenino.


Antes de continuar, un pequeño ruego para los lectores de género masculino: puesto que esto no es otro artículo más sobre la superioridad de un género sobre el otro, por favor, paciencia y nada de juicios -hay que ver qué cosas pido!- hasta el punto y final de esta entrada.

Hace unos cinco años, la que suscribe trabajaba en un comedor escolar. Mi función era ayudar a comer y posteriormente a dormir a los niños de tres años de un colegio de Barcelona. Como la clase era mixta, podía, durante los breves instantes en que conseguía dormir a aquellas veinte fierecillas, dedicarme a observar el comportamiento que habían tenido a lo largo de la comida conmigo. La conclusión era clara: las niñas eran más espabiladas que los niños. No sólo es que, en general, supieran familiarizarse mejor con los cubiertos recién descubiertos, sino que también sabían poner antes en práctica una serie de tretas para burlar la norma de oro de todo comedor que se precie: “hay que comérselo todo”. A la hora de dormir, tanto niños como niñas causaban problemas pero, si bien a los niños había que reñirles porque se peleaban entre sí ante tus narices, con las niñas el tema era diferente: entendían que yo no podía verlas hacer de las suyas si querían salir airosas del lance. En resumen, eran las niñas -no todas, claro; por desgracia, hasta en párvulos ya hay “clases”, como en la vida misma- las que manejaban el cotarro y las que te planteaban problemas menos infantiles, por así decirlo.


Esas niñas que, como Claudia, estaban dotadas con el don de hechizar con su desparpajo a todo ser vivo que estuviera en su radio de acción, un día llegarán a los doce años, fecha aproximada en que todo suele cambiar y el embrujo digno de un prestidigitador se vuelve en su contra. Es la llegada de las hormonas que hasta mucho tiempo después no las abandonarán, creándose así una relación de amor y odio que ríete tú de Red Buttler y Scarlata O'hara.


Muchos científicos habrán dicho ya esto que voy a decir ahora muchísimo mejor que yo, con una precisión -valga la redundancia- científica, apoyada por miles y miles de datos; aun así, allá vamos: las hormonas son la clave de absolutamente todo. “Hormonas” es la respuesta a por qué no hay más mujeres en altos cargos; es la respuesta a más del 80% -si no es más- de las riñas que tenemos con nuestras parejas; es la respuesta a por qué le damos tantas vueltas a todo, a por qué somos emocionalmente más fuertes que los hombres, a por qué sufrimos por amor de una manera en que los hombres no sufren -no digo que los hombres no sufran por amor, digo que sufren diferente-, a por qué a veces nos sentimos diosas del Olimpo para a continuación dudar de absolutamente todo lo que nos compone. Sin hormonas, seríamos, ni más ni menos -sin connotación negativa ni positiva-, hombres.


Escribo este post porque creo que es importante recordar que somos diferentes, hombres y mujeres, y que precisamente ahí reside la belleza del hombre y la mujer, la broma sublime, el guiño pícaro del Universo: tan distintos a pesar de pertenecer a la misma especie, condenados a pelearnos si no aprendemos a dejar de esperar rasgos de nuestro propio género en la persona que se nos presenta en frente. Escribo todo esto porque, como mujer, lidio con las hormonas y sus impredecibles consecuencias y porque quiero recordaros a todas -y a todos, también os irá bien- que para encontrarnos a gusto y sentirnos exitosas en la vida debemos conocer y aceptar todo aquello que nos compone. Así quizá nos sea más fácil no perder de vista el hecho de que en el interior de todas nosotras hay una pequeña Claudia que sigue teniendo el poder de desarmar a cualquiera, incluidos nuestros propios miedos e inseguridades.


sábado, 4 de junio de 2011

Panem et Twitter


Si la Roma antigua nos sigue cautivando es, entre muchas otras razones, por su exquisita mezcla entre grandeza y decadencia. Es esta mágica fórmula la que nos hace mirar hacia ella -medio hechizados, medio horrorizados-, sin posibilidad alguna de hacer caso omiso a la nunca mejor nombrada “ciudad eterna”. ¿Quién se resiste al reclamo de una película -o serie- ambientada en la siempre de moda Roma? ¿Cuántos de los que me estáis leyendo no habéis sucumbido a su irresistible canto de sirena, tantas veces reinventado? ¿Quién no se ha maravillado y horrorizado a partes iguales ante la recreación de un cruento espectáculo circense o ante los ojos dementes de Peter Ustinov, impecable resucitador de Nerón? Y sin embargo, juraríamos que esas prácticas, tachadas sin dilación de inhumanas, no forman parte de nuestra sociedad actual. Mucho menos de nuestro Twitter, la estrella rutilante del momento donde todo aquel que se precie de estar al día tiene una cuenta de usuario.


El éxito de Twitter comparte algo -permítanmelo los puristas- con la Roma clásica: su humanidad. Cabe, antes de continuar, que aclare a qué me refiero exactamente con el término “humanidad”. Lo maravilloso del ser humano es su infinito contraste, su inestimable capacidad de adaptación al medio, sus grandezas y miserias que lo hacen único, genuino, irrepetible. Tanto lo mejor como lo peor de nosotros mismos queda englobado en el concepto “humanidad”. Establecido esto, Twitter es lo más humano de este siglo XXI, donde podemos dar rienda suelta -siempre en 140 caracteres, he aquí el reto que todo ser humano necesita para acometer con pasión una empresa- a todo nuestro ingenio, nuestra bondad, nuestro sentido del humor, pasión e incluso superficialidad.


Nada que objetar a lo anteriormente expuesto si se quedara ahí, pero por desgracia poner límites a la humanidad es tan inútil como intentar atrapar al viento con las manos. Veo, revoltura de estómago incluida, cómo a raíz del accidente de Ortega Cano mi TL se llena de comentarios pretendidamente ingeniosos, pretendidamente jocosos respecto a un incuestionable trágico suceso. Tweet tras tweet, compruebo que el Coliseum, con su rugiente público, ávido de sangre que prácticamente le salpique en la cara, ha encontrado un digno sucesor en el 2.0 en forma de un aparente inofensivo pajarito azul.


Vaya por delante que una servidora no es ni taurina ni antitaurina y, por lo tanto, no siente especial afecto o disgusto por el diestro. Pero sí soy persona. ¿Tan importante es que un tweet sea retuiteado o hecho favorito por gente que ni conocemos ni nos conocen que nos saltamos todos los códigos de conducta y del decoro? ¿Tanto mejora la vida de esas personas que, sin despeinarse, producen burlas y comentarios que rozan lo grotesco sobre un suceso que ha causado por el momento una muerte? ¿Tanto nos ciega el mudo aplauso virtual de los demás? ¿Tan barata vendemos nuestra empatía hacia otro ser humano? ¿O es que el hecho de que un personaje famoso, más o menos acertado en su vida -como todos y cada uno de los que estamos leyendo o escribiendo este artículo- esté involucrado en un suceso nos da automáticamente permiso para sacar lo peor de nosotros mismos y bromear con la muerte? Parecemos mercenarios cuyo sueldo es la efímera fama de la plataforma del momento.


Soy de las que todavía creen que no todo está en venta ni todo vale. Soy de las que creen que el ser humano necesita algo más que panem et circenses. Y quien dice circenses, dice Twitter.

domingo, 1 de mayo de 2011

Difama que algo queda.


¿Qué diferencia hay entre una mentira piadosa y una mentira malintencionada?, ¿No hay veces qué una mentira a tiempo arregla una segura catástrofe?, ¿Hasta qué punto mentimos para no hacer daño a la otra persona y hasta qué punto lo hacemos por no quedar mal?, ¿Qué hay de gratificante en inventarse cosas?.


De la cantidad de mentiras que se dicen a lo largo del día (todos mentimos, y el que diga lo contrario ya lo está haciendo) hay algunas que están bien vistas bajo el punto de nuestra conciencia y el de la sociedad; y que no son peligrosas para la salud:

¿Quién no le ha dicho a su amiga que viene hecha polvo porque en la peluquería le han hecho un escarnio, que no le queda tan mal?

O cuando te encuentras a una antigua compi del cole y parece la reencarnación de Ámbar, Yurena o como se diga….y le dices: Estás cómo siempre!!!

Hasta ahí bien, pero yo pregunto: ¿ Qué hay de excitante en mentir sobre una persona para tirar por tierra su imagen?, ¿Por qué cuándo alguien despunta por alguna razón nos apresuramos en difamar su imagen? , ¿No es posible discrepar de alguien sin tener que tirarlo a los pies de los caballos?.


Como decía Alaska: “Malgasto mi talento destrozando a los demás, propagando mil mentiras, disfrazando la verdad..."



Yo me niego a ser algo así ,quizá porque estoy en la otra parte y tengo 3 vidas: La que vivo, la que los demás se han inventado y la que parece que tengo.


Es difícil desprenderse de ese San Benito que te han adjudicado, es como predicar en el desierto, defenderte sobre algo que no has hecho ante fanáticos rabiosos te roba energía y te rompe el aura.

Así que yo he decidido hacer caso a la máxima: “El tiempo es el mejor juez y da y quita razones”, porque creerme que las mentiras son como los gremlins se reproducen de la manera más estúpida que te puedas imaginar pero una vez que han crecido son destructivas….pero aún queda esperanza, a mi el tiempo ha empezado a darme la razón, así que si tú que estás leyendo esto ahora eres de los que malgasta su tiempo y su vida en intentar hacerme daño te doy el mejor de los consejos, si hasta los sentidos nos engañan, ¿Qué esperas de otro ser humano con la cantidad de defectos que tenemos?.


Vive y deja vivir.

lunes, 25 de abril de 2011

Aestima te ipsum


Decía el oráculo de Delfos que Sócrates era el más sabio de todos los hombres que poblaban la tierra porque no hacía más que repetir aquello de nosce te ipsum,“conócete a ti mismo". No voy a decir que el oráculo tenía razón; voy a decir que la sigue teniendo y que dicha máxima debería estar presente en las casas de cada una de las personas que moran este planeta.

Me explico.

Conocerse a si mismo es la única manera posible de ser feliz, sin tratar de vender motos al prójimo o, lo que es lo mismo, vendérnoslas a nosotros mismos. Conocerse a si mismo implica algo mucho más complicado que el simple hecho de recordar nuestras vivencias o ser capaces de intuir cómo vamos a reaccionar ante una determinada situación. Implica quererse y aceptarse. Implica autoestima.

“Autoestima” es un término compuesto por “auto” -del griego, “el mismo”- y “estima”, del latín, aestimare, es decir, valorar algo en ases, la antigua moneda romana. Los romanos, que, por mucho que dijera Obélix, de locos no tenían ni un pelo, nos han dejado este término que resulta acertadísimo. Me atrevo a decir que aquella persona que tenga una buena autoestima equivaldrá su peso -mutatis mutandis- en euros. Vaya por delante que hablamos de autoestima: ni vanidad, ni egocentrismo ni falsas apariencias que destiñen a la primera de cambio, cual príncipe azul hecho rana.

¿Acaso hay algo más enloquecedoramente atractivo en un hombre o mujer que la confianza en si mismo? Pensadlo bien: un hombre -o mujer- con una sonrisa franca, que mira a los ojos sin dudar, que dice lo que piensa, que propone con naturalidad, asertivo y no se ofusca ni se siente inferior ante una pareja exitosa, independientemente de lo que murmullen los demás.

A pesar de que puedo notar cómo me estáis dando todos la razón en este momento, hemos de reconocer que no es algo fácil. Vivimos en un mundo terriblemente contradictorio. Cruelmente contradictorio, incluso. Nos bombardean desde mil y un lugares con la idea de éxito asociada a un trabajo, dinero, pareja, posesiones varias pero nos mirarán con malos ojos -o nos tacharán de fracasados- si no sabemos encontrar el justo término medio para hacerlos evidentes, sin ofender las sensibilidades ajenas. Los planes educativos insisten en aquello de educar en valores pero todos los medios de comunicación nos dejan claro que sigue existiendo un canon de belleza física -para ellas y ellos, ojo!

Lo más fácil es lanzarse al que dicen es deporte nacional en este país: aparentar. Personalmente, no he estado tanto tiempo en otros países como para comprobarlo, pero algo me dice que esto es patrimonio de la humanidad. Aparentar no es más que la versión corta del “pan pa' hoy, hambre pa' mañana”. Es en la autoestima donde reside la llave que nos abrirá todas y cada una de las puertas que nos propongamos abrir.

¿Sirve de algo no verse bien ante el espejo? A quién ayuda sentirse un fracasado? Mejoran nuestros problemas cada vez que nos tiramos piedras sobre nuestro propio tejado? ¿Fustigarse con la idea de no ser atractivos, exitosos o llevar la vida que se supone que deberíamos estar llevando ya según nuestro exigente planning ha hecho alguna vez que nos den el trabajo que nos han quitado, se volatilicen los kilos de grasa que nos atormentan o que nos haga caso esa persona que nos ha roto el corazón con su negativa? Y sin embargo, ¿cuántos de los que estáis leyendo esto no lo habéis hecho alguna vez o, lo que es peor y comprensible, lo seguís haciendo?

Y otra pregunta más: de las pocas cosas que se pueden afirmar en esta vida con seguridad, sin miedo a equivocarse, ¿no es el hecho de que tendremos que vivir con nosotros mismos una de ellas? Independientemente de que uno se case o se convierta en monje budista, es físicamente imposible separarnos de nosotros mismos. Con lo cual, ¿no deberíamos considerar la idea de dejar de ponernos piedras en nuestro propio camino que para eso -por desgracia esta es otra de las verdades que se pueden afirmar sin dudas- ya estarán los demás?


Mi amiga Maria podría resumir esta columna con un comentario que compartió conmigo en cierta ocasión:

- ”Mamá, ¿soy guapa?”

- “No, hija, pero tú muévete como si fueras irresistible."

RT.


domingo, 24 de abril de 2011

Por qué le llaman rubia cuando quieren decir inteligente.


Existen deportes masculinos y femeninos? ¿De qué depende que la mejor jugadora de la liga de fútbol española gane ni se sabe cuánto menos que un jugador de tercera masculina? ¿Tenemos nosotras algo que ver en todo eso?

Me explico.
Que levante la mano alguno de vosotros que me está leyendo y no haya vivido nunca algo como lo siguiente:
Se encuentran dos parejas casualmente por la calle y mientras ellos se saludan con un cálido apretón de manos, una palmadita en la espalda e incluso un abrazo, las compañeras (si no se conocían previamente) se han hecho una a otra un scanner propio del que llevaba Terminator para localizar su objetivo; en tres segundos sabe si los zapatos que llevas son de temporada o los has rescatado de un outlet multimarca, si llevas una 38 o una 40, si llevabas las mechas bien puestas o al estilo Shakira
(tan de moda ahora)…

Una vez que se han despedido y tu pareja te comenta tan alegremente que Paco fue con él al instituto y que era de los que más triunfaba en el curso, líbrele Dios de hacer un comentario a favor de la chica que llevaba al lado: “Siempre salía con bellezones”, “Hombre, si lo dices por su mujer, con toda la capa de maquillaje que llevaba y esos labios con silicona… “

Lo anterior expuesto no es más que una de tantas zancadillas que las mujeres nos ponemos a nosotras mismas, no sé qué extraño gen hace que nos despellejemos las unas a las otras. Mientras el corporativismo masculino existe, nosotras lo único que hacemos es luchar detrás de la palabra “feminismo” culpando al hombre de nuestro rol en la sociedad, sin darnos cuenta de que, parafraseando al gran Thomas Hobbes, las mujeres somos un lobo para las mujeres.
Hasta que no dejemos de vernos como una amenaza, hasta que no dejemos de bromear nosotras mismas con palabras como “zorra”, “chica fácil” y “putón verbenero”, hasta que no nos tengamos un poco más de respeto, no dejaremos de tener un papel segundón en la historia del convivir humano.

No por tener un puestazo me estoy tirando al jefe, no por casarme con un famoso soy una buscona aprovechada, no por tener varias relaciones soy una fresca, no por tener más de una 40 soy menos eficiente….¿Quién marca estás frases hechas? Os sorprendería la cantidad de veces que han salido de una mujer.

Es por eso que, y retomando el tema que me ha inspirado el post, las mujeres tenemos que triunfar en un deporte individual, ya que sería imposible que un equipo femenino pudiera aguantar toda la presión que conlleva jugar en Primera División, a parte de luchar contra la grada, contra la prensa, contra los resultados, contra el rival... Habría algo mucho peor: tener que vivir bajo la mirada envidiosa, crítica e insensible de sus propias compañeras de equipo.

Y a pesar de todo...¿Quién quiere ser un hombre??

viernes, 22 de abril de 2011

El amor en tiempos de Twitter by Luci


Decía Hesíodo que, justo después del Caos -del griego, "desorden"-, el primer elemento surgido en el mundo ya ordenado -kosmos- fue el Amor.

Queda claro, pues, que el Amor ha estado ahí desde que el mundo es mundo y parece que así seguirá. Ello se debe a la espectacular capacidad que tiene el Amor de adaptarse al medio. Supo ser primitivo en las cavernas, limitado a un desesperado acto físico para tirar adelante una especie con más papeletas para extinguirse que para triunfar y finalmente dominar el mundo; clásico y desenfrenado por igual en las ágoras griegas y las domus romanas;oscuro y sutil en la Edad Media; refinado y bucólico en el Renacimiento; apasionado y torturado en el Romanticismo...

Y ahora? El Amor, a pesar de lo que digan, se mantiene en su esplendor siendo el único producto de primera necesidad que nadie se atreve a rechazar sin haberlo probado antes. Es más, como sabio elemento que ha presenciado los albores del Universo, sabe estar en todos los sitios del momento, colándose por vericuetos en los que hubiéramos jurado imposible verlo.

Un buen ejemplo de ello son los 140 caracteres de nuestro querido Twitter. ¿Quién no se ha sorprendido sonriendo como un bobo ante el puntito azul que nos indica la recepción de un DM de aquel tuitero/a que nos roba dulcemente nuestros #FF? ¿Quién no ha espiado - ¡ah, los celos!- el TL de esa persona por cuyas menciones sacrificaríamos nuestro número de followers? ¿Quién no ha abusado de los emoticonos a fin de acercarnos, si quiera virtualmente, un poco más al rey -o reina- de los favoritos de nuestro corazón?

Quizá algunos me podéis decir que eso no es amor, sino el cortejo superficial entre dos desconocidos que creen conocerse y gustarse cuando ni siquiera pueden estar seguros del nombre que preside su TL.

Quizá, pero ¿no es incluso amor la apariencia del amor? ¿Es acaso el Amor otra cosa que el anhelo de ser comprendido y querido? ¿Importa algo que no trascienda a esos 140 caracteres? ¿No es cierto que el Amor empieza en nuestra mente y se expande cual virus al resto de nuestro ser? Y si empieza en nuestra mente, ¿cómo no enamorarse en la red social que más agilidad, inteligencia, humor e idoneidad exige?

El amor en tiempos de Twitter by Eli



El amor, ese tema que ha dado obras de arte, musicales, películas….y lo que nos queda, tiene ahora una nueva ubicación, el 2.0 y entre ellos, hemos elegido el Twitter.

En este mundo actual en el que las relaciones no son nada sencillas, ya que apenas hay tiempo y muchas veces, ni ganas, se abre de repente un nuevo escaparate para venderte y que se vendan. Tan sencillo como buscar una foto de avatar (ya sea esta de tu prima la Miss España) y un nick que diga algo sobre ti mismo (aunque sea mentira) y ser capaz de contar las cosas en 140 caracteres.

Hasta ahí nada que objetar, ¿verdad? Parece sencillo e incluso con bastantes posibilidades. Pues bien, nada más lejos de la realidad: la historia se empieza a complicar cuando empiezas a ver a ese tuiter@ como algo más que un nick y un avatar, cuando empiezas a tener un poco de confianza y si encima os seguís… BINGO!!! Mensaje directo que va, mensaje directo que viene.

Que si “buenos días”, que si “¿qué tal te va?”, que si “he visto que has posteado una canción de Maná, eso es que estás depresiva”, que si “¿estudias o trabajas?”, que si “has visto al tuitero1 qué ha dicho del tuitero2” (no os hagáis cruces que todos lo habéis hecho…). Hasta que de repente y sin saber por qué acabas hablando con esa persona como si fuera el amor de tu vida (ojito! que aún ni le has visto e incluso puede ser que de avatar tenga a José Mourinho -hago un inciso para decir que no sigo a huevos-) y le empiezas a atribuir cualidades que te gustaría que tuviera. Por ejemplo: que tuitea una canción de Love of lesbian y es tu grupo favorito, ya te empiezas a hacer la olla mental de que es una señal del más arriba en forma de pajarito azul; que hace un RT de una frase de Benedetti, da igual que tenga 11563 seguidores, la ha hecho para que tú la lea -¡es una declaración en toda regla!- y así podría seguir hasta el infinito de Buzz Lightyear.

Lo más normal en estos casos es que el siguiente paso, 3467 DM después, sea la desvirtualización, la prueba del algodón y esas cosas. Quedáis en un sitio neutral y, si puede ser, con el look del avatar para reconocerse. Como eso en la mayoría de ocasiones es imposible, ya que hay avatares que ríete tú del photoshop a la Preysler, más o menos os describís el color de la ropa.

Llega el momento en el que te imaginas que vas a conocer al hombre (mujer) de tu vida y llegas al punto de encuentro cuando ya ibas montada en el avión a Cancún donde iríais juntos de vacaciones (loser).

Y lamentablemente, ¿qué es lo qué ocurre? Que, como la canción de Sergio Dalma, le he dicho que soy un poquito más alto. Las expectativas que te has marcado propias del récord del mundo de pértiga se pegan sin previo aviso con el listón y acabáis ambos sobre la colchoneta mientras oyes la típica voz en off de “¿quién te manda citarte con alguien cuyo avatar era el de House?! ¡Obvio, tenía que ser parco en palabras e hipocondríaco!” Así que aguantas estoicamente el zumo, el agua y en vuestro caso fijo que una cerveza y te despides con un par de besos de esos de Judas, seguidos de la frase de ETT: “Ya te llamaremos”.

Te vuelves a casa con la Thermomix por cabeza: ¿por qué se tiene más valor detrás de una pantalla? ¿Por qué se miente? ¿Por qué en cuanto nos dicen dos palabras seguidas que nos suban la autoestima pensamos que es verdadero? ¿Por qué estamos tan ávidos de compañía humana pero sin compromiso?

Continuará…..

Qué y quiénes somos...




"De divino et humano" nace en una de las tantas conversaciones que mi hermana Luci y yo tenemos casi a diario. En ellas pasamos por temas tan dispares como la última tendecia en calzado, preguntas tan clásicas como "¿a dónde vamos? ¿de dónde venimos?" o ,cómo no, el siempre omnipresente tema sobre las relaciones entre hombres y mujeres.

Como si de una especie de "Series Yonkis" cualquiera se tratara, en el que cada uno aporta su granito de arena para hacernos al resto la vida un poco más fácil y llevadera, pretendemos desde este espacio que nos brindan las nuevas tecnologías haceros partícipes de nuestras charlas, esperando que os ayuden a tomar esas decisiones que a veces se nos resisten, para alejaros un poco del mundanal ruido o, ¿quién sabe?, para encontrar solución a esos grandes dilemas clásicos como si estamos solos en el Universo o quién es el mejor equipo de fútbol del siglo.


No somos gurús ni pretendemos serlo. Es por eso que estáis invitados a opinar sobre cualquiera de los temas que posteemos, ya sea a favor o en contra, eso sí, desde el respeto, sin dejarse caer nunca en el insulto fácil. Que vuestra crítica sea constructiva y con argumentos hará que nuestro blog sea aun más rico, ya que estamos convencidas de que todos los días se aprende de los demás.

Os damos total libertad para participar, incluso para sugerirnos un tema de debate, excepto de política: para eso están otros lugares, como las urnas.

Sin más presentación, os emplazamos a seguirnos y esperamos que sea reconfortante para todos. A veces no nos damos cuenta de que el vacío creado por la falta de fe en un supuesto Dios o en el mismo género humano sólo puede ser llenado por la propia comprensión humana.

Un abrazo,


Eli