jueves, 26 de diciembre de 2013

Contar contigo



Y no me pesará acordarme de Elisa,
mientras pueda acordarme de mí,
mientras aliente un soplo de vida
 en este cuerpo.”



Si he de ser sincera, lo nuestro no comenzó bien. Aunque sólo nos lleváramos cuatro años, en según qué tramo de la vida, suponen un muro infranqueable, demasiado alto como para ver más allá de nuestras diferencias. Yo quería jugar a leer cómics en voz alta, impostando la voz y todo, y ella prefería salir con su pandilla de amigos, a ser posible, sin la acusica de su hermana pequeña que, de aquella, todo lo que oía lo cascaba a sus padres, sin miramientos ni calcular los efectos colaterales de semejantes confesiones. Para que os hagáis una idea: recuerdo haber comentado en medio de una cena, entre “pásame el pan” y “échame agua”, que la había oído decir “joder”. Silencio en la mesa; mi padre fulminándola con la mirada; ella, callada, roja y seguramente jurando matarme en cuanto tuviera ocasión. Así que no: no tuvimos buenos comienzos.

De repente, un día nuestra relación cambió. No sabría decir cuándo exactamente ni por qué motivo. El caso es que se empezó a forjar entre nosotras un pequeño pacto: lo que la una le contaba a la otra  de ahí no salía. Al principio eran cosas triviales: alguna anécdota graciosa con cierto profesor; estar nerviosa ante un examen de matemáticas; una compañera de clase que no caía demasiado bien... Después la cosa fue ganando en profundidad: lo que no nos gustaba de nuestros padres, de nuestras vidas y cuerpos adolescentes... Para cuando apareció el amor en formato de flirteo juvenil, la una no concebía no contárselo a la otra. Una servidora ha escrito muchos diarios a lo largo de su existencia. Los que escribía a los diez años eran tremendamente ingenuos en contenido -“Hoy me he levantado a las 9:45h., diario, y he desayunado leche con tostadas y miel”-, hecho que fue cambiando de manera directamente proporcional a los años cumplidos. Ella ha leído todos y cada uno de ellos, sin que ello nunca me haya parecido una incoherencia. Es más, siempre lo he considerado un alivio, un descanso tremendo el poder contárselo todo: con ella no debo ocultar nada, ni siquiera lo más escabroso o vergonzoso. Ella significa estar en casa, estar a salvo. No me juzga jamás y, aunque no esté de acuerdo con lo que piense, sienta o diga, ni se plantea por ello no estar a mi lado. Si el amor de tu vida es aquel que te acepta tal cual eres, no te intenta cambiar y daría lo que fuera por ti, sin duda alguna, ella es el amor de mi vida.

Tampoco creáis que la historia ha sido perfecta: a veces – me matará por haber escrito esto- no he sabido estar en mi sitio. Seguro que me ha perdonado y hasta lo habrá olvidado: soy yo la única que daría cualquier cosa por volver atrás y cambiar aquella etapa en que no supe estar donde debía. De ahí su grandeza: aun habiéndole fallado, sabe pasar hoja perfectamente, sin resquicio de rencor oculto -si algunos de los que estáis leyendo esto también le habéis fallado, sabéis que lo que digo es la pura verdad.

Ambas nos hemos ido haciendo mayores. Hemos ido pasando por muchísimas situaciones, algunas buenas; otras, a pesar de la sonrisa, nada buenas. A veces, hasta hemos estado muy cerquita de dejarnos vencer por el cansancio, por la vida perra y tacaña, por las traiciones, por las decepciones, por las elevadas expectativas de nuestros propios futuros que insisten en no mostrarse diáfanos, por el vacío que a veces se estira más que un chicle, por la desorientación que los cambios de etapa dejan en la boca del estómago, por el miedo, por el amor – presente o ausente, da igual qué variante-... Pero si nunca hemos cruzado más allá de la línea del “muy cerquita”, es porque con el paso de los años hemos comprendido que la una cuenta con la otra -”compañera, usted sabe que puede contar conmigo, no hasta dos o hasta diez, sino contar conmigo”- y que si una dijese “que se pare el mundo, que yo me bajo”, le haría una putada gordísima a la otra. Prácticamente insoportable.

A día de hoy, después de tantos tiros pegados, tantas vidas y, por consiguiente, tantas muertes vividas, no sabría vivir sin ella al otro lado del teléfono. Ella es la sombra del buen árbol que siempre me da cobijo; ella es el espejo donde no temo mirarme; ella es mi mitad, aquello que ya tengo y lo que no; ella es lo inamovible, con lo que siempre puedo contar; ella es mi amor más allá de modas o convenciones; ella es mi debilidad, mi fe, mi fortaleza y mi orgullo.

Ella es mi hermana y se llama Eli.

Te quiero, Eli. Siempre es -y será- siempre.

Luci.

lunes, 18 de noviembre de 2013

No es falta de tiempo, es falta de educación

“Muchas gracias por tu email; le echo un ojo y te comento. Gracias. Un saludo.”


He tardado exactamente 30 segundos en escribir la frase con la que empiezo este post, 30 segundos que no me van a hacer perder el día, 30 segundos que no van a ninguna parte.


Y yo pregunto: ¿cuántos emails se quedan sin responder aunque sea con esta respuesta de “bien-queda”? Infinitos. No se trata de falta de tiempo, ni de volumen de trabajo, ni de falta de organización; se trata simple y llanamente de falta de educación.


Me da igual que seas el presidente de Telefónica, el presidente del Gobierno o el mismísimo Juan Carlos I: si te llega un email a tu bandeja de entrada, tu obligación es responderlo, simplemente por deferencia a la persona que te ha escrito, por tratarla justamente como eso, como una persona.


En el mundo laboral en el que me muevo el email se estila mucho y es nuestra herramienta de trabajo. Pues no os imagináis la cantidad de emails que muchas veces no reciben respuesta.
Y ¡ojo!, que no estoy pidiendo una respuesta tipo “Querido diario…”; me basta con una respuesta. Quizá la moda de favoritear un tuit cuando lo has leído pero no sabes qué contestar debería ser adoptada para los emails. Así, por lo menos, no te quedarás con cara de tonta esperando una respuesta de alguien que no te contesta pero se pasa 6 horas tuiteando -sí, esto me ha ocurrido- o actualizando su Linkedin.


Lo digo claramente desde aquí: ese tipo de personas pasan a engrosar mi lista de personas maleducadas, no de personas ocupadísimas que -las pobres- no tienen tiempo para juntar cuatro letras para contestarte. ¡No! No has contestado porque en tu fuero interno te sientes superior al resto de nosotros de alguna manera, sin darte cuenta de que “arrieritos somos y en el camino nos encontramos”. Quizá yo ahora necesite algo de ti y donde da la vuelta el aire lo necesitarás tú de mí. Si no lo haces por educación, hazlo por lo menos por egoísmo, pensando en algún futuro beneficio.



No hablemos ya de si lo que esperas es el veredicto de una entrevista de trabajo,  ese es otro tema que da para otro post: empresas que van de grandes y ya desde el proceso de selección dejan y mucho que desear. Esa función debería estar implementada en Linkedin: como en las páginas de hoteles que se valoran con estrellitas, estaría bien poder valorar a las empresas en función de cómo tratan a una persona que supuestamente quieren incorporar a su “familia”. Nos llevaríamos muchísimas sorpresas de ciertas empresas que van con la bandera de los derechos humanos e inculcando valores y luego son los mayores tiranos con sus trabajadores y futuros trabajadores, pero esa es otra historia.

En definitiva y para no aburriros, todo se reduce a una frase: “no hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti”. Piensa que para otra persona tu respuesta quizá es un alivio personal

domingo, 20 de enero de 2013

Contrato emocional




Acordemos una noche entre tú y yo. Juraré solemnemente que no habrá amor si tú prometes hacer como si lo hubiera. Hablaremos mucho o nada en absoluto: no importará siempre y cuando la noche transcurra estrictamente entre tú y yo.
Deberás estar cerca de mí y será de obligado cumplimiento que cada cierto tiempo -que no exceda de un instante- el uno toque al otro para así sentir esa electricidad que reavivará mi entumecido corazón. Nos miraremos a los ojos, bien adentro, con toda la atención de que seamos capaces, pues, cansados como estamos del resto del mundo, bien sabremos que nada mejor hay ahí afuera.

Tómate tu tiempo al mirarme a los ojos: comprueba con ojo experto cómo surcan las decepciones mis pupilas, cómo las historias que murieron antes de haber nacido han oscurecido mi iris, cómo te hablan de mis noches en vela las arrugas que envuelven mis ojos. Intuye cómo era yo antes de este inmenso vacío. Enséñame, después, a leer los tuyos: dónde tienes las marcas de las batallas perdidas? Dónde se esconden los daños que has provocado y dónde los que te han infligido? Finge brillo en tu mirada para que yo también pueda maldecir el no haberte conocido antes de este inmenso vacío.

Toma mi mano con sencillez. No pidas ni siquiera permiso, pues no es un tesoro que muchos codicien. Recorre el dorso de la mía con tu pulgar, distraído, como si ese gesto no implicara nada en absoluto. Déjame recordar cómo se entrelazan los dedos: la sensación de echar raíces al hundir los míos en los tuyos, la ilusión de nexo inquebrantable...

No nos avergonzará el silencio que precederá al beso, pues los dos sabremos que no es más que otra cláusula de este contrato emocional. Deja que inunde la habitación, sin prisa, sin azorarnos pues no hay emociones en juego. Te dejaré hacer como si toda yo te perteneciera. Te haré creer que te siento mío. Y no habrá riesgo en ello, pues previamente habremos dejado nuestros corazones en el umbral de la puerta.

Te permitiré contar mis cicatrices si a cambio tú me enseñas las tuyas para poder marcarlas con un beso tierno. Exorciza mi miedo a ser invisible haciéndome visible sobre tu piel. Hazme real por unos instantes, para que pueda olvidar que hace mucho tiempo que estoy muerta. Mi entrega parecerá incondicional: prometo que no notarás la diferencia. Me abriré a ti en canal y por un instante dejaré al pie de la cama todas las Lucía que he sido para sólo ser, sólo sentir, sólo vivir. Tendrás el mismo derecho a desprenderte de tus yo anteriores y yo haré como que no he sido testigo de semejante intimidad siempre y cuando accedas a abrazarme hasta que me quede dormida. Respira contra mi nuca. Junta mis pedazos rotos con el poder curativo de tus brazos. Deséame buenas noches al oído, en un susurro apenas perceptible. No importarán tanto las palabras como la sensación de ser su destinataria entre las paredes que tanto silencio cobijan.

Prometo solemnemente al día siguiente mirarte con la huera cortesía de los desconocidos. El olvido más tupido tomará mi mirada y tamizará la emoción en mis palabras. Al día siguiente, todo será rígido, todo formalismos. Nadie – ni siquiera nosotros mismos- llegará a pensar que hemos sido capaces de semejante intimidad.