domingo, 22 de enero de 2012

Sobre la belleza de lo prohibido


Una de las situaciones por las que todo ser humano, con sangre corriendo por sus venas, debe pasar al menos una vez en su vida es la de desear aquello que le está prohibido. La prohibición puede venir desde un agente externo que, actuando como losa y acicate de nuestros deseos, no hace más que empujarnos un poquito más allá en nuestras ansias hacia aquello que sabemos que no nos conviene; pero – maravillosa incongruencia la del ser humano- puede proceder de nuestro mismo tejido cerebral que, casi omnisciente, sabe olfatear aquello que debe de ser evitado, aunque nuestro corazón insista en que tiene fuerzas para soportar una embestida emocional más.


Como casi todo el mundo seguramente sabrá, Homero nos cuenta que Odiseo, en su fatigoso regreso a Ítaca, tuvo que pasar junto a las Sirenas, esos seres mitológicos mitad mujer, mitad ave, cuyo canto atraía a los insensatos marineros hasta el punto de perecer estrellados contra las rocas. El rey de Ítaca, fértil en ardides, halló la forma de salvar a sus compañeros del letal canto, taponándoles sus oídos con cera, de manera que sólo lo disfrutara él, previamente ligado al mástil de su embarcación.


En este pasaje, muestra de por qué las letras clásicas gozan del adjetivo “clásico”, se nos habla de una de las perversiones favoritas del ser humano de ayer, hoy y siempre: la irrefrenable atracción hacia lo prohibido. Odiseo demuestra ser tan de carne y hueso como nosotros, aquejado por el atemporal mal de querer tenerlo todo y salir indemne. No es suficiente salvar el paso de las Sirenas lo más rápido que los remos permitan; Odiseo, como cualquiera de nosotros hubiera hecho en esa circunstancia, quiere, necesita escuchar con sus propios oídos las notas de esa melodía que lleva a los hombres a suicidarse conscientemente, con una sonrisa en los labios. Es la belleza de lo malvado, lo prohibido, aquello contra lo cual nuestro cerebro puede idear mil y un argumentos pero sentir -saberlo sin lugar a dudas- que pierde la batalla antes incluso de plantarse en el campo. Es el abrasador golpeteo de la sangre a través de nuestras venas la que nubla nuestro frío entendimiento y nos empuja – haya o no mástil al que atarnos- a comprobar en nuestro propio cuerpo la devastadora belleza de aquello que sabemos que nos conducirá, si no a un recio y estrepitoso choque frontal, a un futil callejón sin salida.

¿Qué más da que en nuestro interior se repita, una y otra vez, la improcedente pregunta del “qué harás después”? Nada puede hacerse cuando se materializa ante nuestros ojos el oscuro objeto de nuestros inalcanzables deseos. A partir de ese instante, atrona enloquecedor el corazón jurando que no se resquebrajará por lanzarse contra la pared que se deja intuir tras la sonrisa de ese hombre -o esa mujer- que nos llama y nos aleja a partes iguales. Nada como ese delicioso, frustrante y poderoso tira y afloja que nos subyuga y nos impulsa siempre hacia delante – da igual si no hemos comprobado si hay camino o no en esa dirección-, esa insana y ficticia necesidad que nos recuerda por un efímero instante que vinimos a esta tierra para vivir, aunque ello signifique acumular un número indeterminado de cicatrices.


Quizá lo más sensato sea aceptar que no podemos desviarnos, como las moscas hacia la luz azul, de aquello que nos ensalza y mata suavemente a partes iguales; quizá debamos aspirar hondamente el aroma de nuestra perdición y no poner trabas a nuestros ciegos pasos, pues no está en nuestras manos nada salvo aceptar las cartas que la vida tenga a bien repartirnos. Quizá lo único que pueda hacerse es aceptar que el corazón se fortalece a cada rasguño que le hacemos soportar y que éste es, precisamente, el propósito de la vida: tener marcas que atestigüen que se ha vivido y, a fuerza de coleccionar unas cuantas, entender que el corazón está hecho de un material mucho más resistente de lo que a priori juzgamos.


A fin de cuentas, ¿alguien en la sala querría dejar de ser Odiseo para encarnar a uno de los anónimos remeros que jamás podrán contar entre sus recuerdos el haber casi muerto por la belleza de lo prohibido?