jueves, 29 de diciembre de 2011

La insoportable racionalidad del ser


En 3º de la ESO existe una asignatura optativa denominada “Cultura Clásica”, normalmente impartida por el profesor –o profesora, como es mi caso- de latín. En este ingente cajón de sastre se debe introducir a los estudiantes durante el irrisorio tiempo de un cuatrimestre en la cultura grecorromana, tanto a nivel histórico y social como literario y mitológico, a fin de que conozcan, comprendan, respeten y, si hay suerte, gusten del inestimable patrimonio de las civilizaciones griegas y romanas.

Uno de los temas que más éxito tiene entre los alumnos es el de mitología. A todos sin excepción -predelicuentes incluidos- les encanta escuchar la emasculación y consiguiente destronamiento de Urano o el fervoroso y terco amor de Orfeo hacia su queridísima Eurídice, desafiando hasta los mismísimos dioses, entre otros tantos. Pero antes de desgranar estas encantadoras historias, hay que explicar qué es un mito, para que comprendan que, a pesar de su parecido con un cuento cualquiera, no era eso exactamente para los antiguos griegos.

Resumiendo mucho, el mito viene a ser uno de tantos intentos que ha tenido el ser humano por explicar aquellas cosas incomprensibles que aparecían en su día a día. Es en este momento cuando digo a mis alumnos que preguntarse el porqué de las cosas es algo tan innato, tan natural en el ser humano como el mismo acto de respirar. Mis alumnos –algunos todavía en el tierno estado de bestias pardas- me miran con cierta extrañeza: no están muy convencidos de que sea tan importante e inevitable preguntarse por qué.

El ser humano es, de manera indiscutible e innata, un animal racional. Si bien es cierto que, tras casi treinta años pisando la superficie de este planeta, me he encontrado a ciertos especímenes que tenían más de animal que de racional, la excepción confirma la regla. Todo ser humano necesita entender por qué. “¿Pero con respecto a qué?” podría preguntar alguien. La respuesta es simple: con respecto a todo, siempre y cuando sea pertinente para el individuo en cuestión.
Quizá no me interese saber por qué se escribe “lobo” con b o por qué las barras de pan tienen esas marcas y no otras, pero otro tema completamente distinto sería saber por qué aquel chico, que parecía mostrar interés, de repente parece haber desarrollado una alergia galopante hacia mí o por qué el jefe ha decidido practicar un grado intolerable de crueldad sobre sus empleados o por qué la suegra no me acepta (con lo que yo me desvivo por ella!) o por qué me ha tocado a mí esta enfermedad.

Lo que nos confunde, nos deja varados y no nos permite avanzar hacia delante es la incomprensión, la falta de un porqué que aclare y desenrolle la situación en que nos vemos maniatados e incluso martirizados. Grandes traumas y frustraciones provienen de sucesos sin explicación. Nuestra mente busca una explicación –con mayor o menor grado de veracidad, eso es lo de menos; y si no, que se lo digan a los griegos y sus mitos- que detenga la espiral imparable de preguntas que puede llegar a crear nuestro cerebro, el verdadero yonki de porqués.

¿Qué importa si no encaja del todo una explicación o si no está completa porque falta la visión de la otra parte? ¿Importa algo si la explicación de mis desgracias tiene que ver con la alineación de unos astros o la tirada caprichosa de unas cartas? Tenemos una razón lógica –insisto, no necesariamente sinónimo de verdadera-, comprensible y a ella nos aferramos para superar los conflictos que la vida despliega ante nuestros ojos. Si tenemos el porqué, tenemos la mordaza para acallar la otra parte que es tan nuestra como el raciocinio, aunque infinitamente más problemática e indomable: el corazón.

El único problema con respecto a encontrar el porqué de las cosas es el tiempo. Porque el ser humano, además de racional, es, por definición, impaciente y no acaba de entablar una relación sana con el elemento rey del Universo que, valga la redundancia, necesita su propio tiempo, no el que nos conviene a nosotros.

Trataré del tiempo en otro post. Ahora sólo queda ser pacientes.

Difícil, ¿verdad?