martes, 11 de septiembre de 2012

50 Sombras de Cullen

Sí, éste es el libro del que todo el mundo habla”. Desde ese momento, empiezo a oír hablar de él, aparecen comentarios del dichoso libro en mi muro de Facebook e incluso en el último capítulo de Weeds que veo comentan algo de un tal señor Grey.

A leer se ha dicho.

Desde la primera linea, mi ceja izquierda se arquea, irónica. “¿Narración en primera persona?” No es especialmente común y recuerdo perfectamente qué adorable saga -y no hay ni una pizca de sarcasmo en ello: la ADORO. Si para alguien ya no es válida mi opinión, gracias por su visita y cierre con cuidado al salir- hacía que su protagonista narrase su fantástica historia de amor vampírica en primera del singular.

Las comparaciones saltan una tras otra: la protagonista es una mujer joven, delgada aunque no atlética -muestra la misma, exacta torpeza para los deportes que mi querida Bella-, de piel clara y delicada, amante de la literatura inglesa tipo Austen, Brönte y compañía, soltera y virgen, para más señas. Si Isabella Marie Swan era el nombre de la futura vampira, nótese que en “50 Sombras de Grey” la protagonista se llama Anastasia Rose Steel – nombre compuesto y apellido también comenzado por la letra ese: ¿mera coincidencia o soy una paranoide crepuscular irrecuperable?-, dotada de ojos azules y melena morena indomable –veo que ya se han otorgado los derechos cinematográficos: parece que la autora se haya adelantado a su petardazo a nivel mundial y haya decidido, para facilitarle el trabajo a la productora, describir a su protagonista como la actriz del momento, Kristen Stewart. Nuestra protagonista, para más inri, vive en Seattle, misma zona en la que se desarrollaban las aventuras y desventuras de la futura señora Cullen. La autora ha dotado -hurra por la originalidad de la señora James!- a Anastasia de sueños realmente vívidos, casi premonitorios, cosa que también le ocurría a Bella durante su período humano.

Los problemas con la comida tampoco son nuevos: Bella no comía demasiado y menos cuando Edward estaba presente, el cual, exactamente igual que Christian Grey, se presentaba tremendamente preocupado con respecto a este tema, dada la preocupación que ambos personajes masculinos comparten con respecto a sus féminas: mantener al objeto de su adoración en buenas condiciones físicas, materiales y mentales.

Sigue el calco con la familia. Al igual que Reneé, la madre de Anastasia es despistada, más infantil que su hija, se ha casado más de una vez y se dedica a las más variopintas e inútiles aficiones. En ambas sagas, la madre vive muy lejos -nótese que ambas viven en una zona tremendamente soleada, como Phoenix en el caso de Reneé y Georgia en el de Carla- de su hija, con quien se comunica por teléfono. Vuelve el plagio y mi pasmo ante la poca originalidad y vergüenza de E.L. James con la primera conversación telefónica entre madre e hija: la madre nota ominosamente que algo le ocurre a su hija y que ello tiene que ver con chicos, a lo cual Anastasia -como antes hiciera Bella- contesta con evasivas y colgando rápidamente el teléfono pues la señorita Steel -como le pasaba a la Swan- padece de vergüencitis aguda. Podría seguir con el padre de Anastasia que, cual Charlie, es taciturno, está divorciado y le gusta pescar.

La familia de Grey, otro tanto de lo mismo: tenemos a los Cullen en acción. El padre de Christian es médico, como lo era Carlisle, y Mia recuerda tremendamente a Alice. Y no puede faltar Rosalie, claro: lo único es que, para evitar la demanda de plagio, supongo, la ha colocado en la figura de Kate Kavanagh, amiga de Anastasia, guapérrima hasta en pijama de franela -lo cual aprovecha Anastasia Swan para sentirse mal, una vez más-, de carácter fuerte y marcado, que no duda en ponerle malas caras a Christian. Y claro, tampoco podía faltar un Jacob, así que la autora, sudando por el esfuerzo, crea el personaje de José – Dios santo, también empieza por J!!-, amigo pagafantas de Anastasia, de origen hispanoamericano, porque si me lo llega a hacer quileutte quemo el libro por indignación espontánea -nótese el deliberado uso desordenado de una frase tan, tan crepuscular que la autora de la saga sadomasoquista no duda en utilizar sin complejos.

Lo del tema de la vergüenza y la falta de autoestima se merece un párrafo a parte y bien largo, para que una servidora se despache a gusto. ¿Es que ahora para arrasar en las librerías de todo el mundo va a haber que dotar a las protagonistas de un complejo enorme, absurdo y cansino de inferioridad, que busca la realización de sí misma en el otro? ¿Es que ahora todas las heroínas tienen que sentirse feas -sin motivo comprensible, sin justificación alguna, rozando suavemente el límite de la estupidez o la falsedad- para ser redescubiertas por un hombre que les diga lo que son en realidad? ¿Es que ahora hay que sonrojarse cada tres segundos y morderse el labio -cual Bella Swan, cual Kristen Stewart- para ser tremendamente sexy? ¿Qué tipo de mensaje en clave se nos quiere transmitir? ¿Que la inseguridad es sexy? ¿Que morderse el labio y mirarse a los nudillos es afrodisíaco para los hombres? ¿Fingir ser débil nos ayudará a encontrar a nuestro Edward Grey - o Christian Cullen, a elección de cada una- particular que nos salve de aquello que no sabemos hacer solas?


Sigue el refrito de la autora, describiendo a Grey con rasgos de Edward Cullen: pelo broncíneo, irresistiblemente atractivo, asombrosamente rico, drásticos cambios de humor, sonrisa absolutamente arrebatadora -igual que le pasaba a la señorita Swan, Anastasia pierde el poder de concentración ante Grey-, guardián de un oscuro pasado, que le advierte a Bella -perdón, Anastasia; no sé cómo me he podido volver a confundir...- de que no es bueno para ella, que, de hecho, debería huir de él -vamos, el “what if I'm the bad guy?” de Edward! Y vuelve el plagio -total, ya no viene de aquí-, esta vez recreando a la perfección una de las escenas de Crepúsculo, la película: la primera cena entre Bella y Edward. La camarera se sonroja, hiperventila y coquetea con Edward, el cual no aparta los ojos de Bella mientras ordena. En cuanto se marcha la camarera, Bella le recrimina lo injusto que es el devastador efecto que causa sobre las mujeres. Fácil será, entonces, ver el descarado plagio que hace la autora de “50 Sombras de Grey” cuando los protagonistas van a desayunar tortitas a un IHOP.


Querida señora James, dígame que todo esto es un experimento editorial en clave de broma. Dígame que, en realidad, sólo quiere demostrarnos que cualquiera puede escribir -con un estilo de lo más plano y nada cuidado: descrito un polvo, todos son exactamente idénticos, con sus verbos y adjetivos de siempre- una historia de éxito internacional, siempre y cuando siga la fórmula siguiente: Edward Cullen+Bella Swan+sexo sadomasoquista= BEST SELLER. Por favor, admita ya que esto no es un proyecto serio ni muchísimo menos -asumámoslo: el libro en sí no tiene trama alguna, salvo leer a qué nueva técnica sadomasoquística Christian someterá a la cada vez menos casta y pura Anastasia-, sino una especie de broma irónica que nos indica lo malvada y apático que es la gran industria editorial, capaz de hacernos pasar por novela transgresora lo que no pasa de ser un fan fiction y no de los mejores, porque una servidora ha leído muchos fan fiction de calidad, condenados al anonimato, por desgracia. De hecho, el tema del BDSM ya había sido tratado previamente por Paulo Coelho en Once minutos, libro que seguro ha leído esta autora, ya que también le copia las palabras de seguridad “amarillo” y “rojo” y el orgasmo con fusta. O sea, como los buenos alumnos: no lo copian todo de la Wikipedia, sino que miran otra página más, para que no se note tanto la descarada copia.

Lo que no entiendo es como las fans de Crepúsculo permiten que Bella y Edward -nuestros Edward y Bella, chicas, que tanto nos han hecho disfrutar!- sean burdamente imitados en un querer y no poder de tono pornográfico. Vale que la Meyer se había quedado corta en las escenas de sexo pero de ahí a montarse en el dólar con el refrito de una historia relativamente reciente, preocupándose únicamente en cambiar los nombres me parece demasié. A pesar de que este post compare ambas sagas, son incomparables y la prueba definitiva es que no siento ni la más mínima pizca de interés en continuar leyendo los otros dos libros de la exitosa saga, porque algo me dice que me encontraré Luna Nueva, Eclipse y Amanecer de alguna manera. Y para eso, mejor releo a la Meyer.

domingo, 22 de enero de 2012

Sobre la belleza de lo prohibido


Una de las situaciones por las que todo ser humano, con sangre corriendo por sus venas, debe pasar al menos una vez en su vida es la de desear aquello que le está prohibido. La prohibición puede venir desde un agente externo que, actuando como losa y acicate de nuestros deseos, no hace más que empujarnos un poquito más allá en nuestras ansias hacia aquello que sabemos que no nos conviene; pero – maravillosa incongruencia la del ser humano- puede proceder de nuestro mismo tejido cerebral que, casi omnisciente, sabe olfatear aquello que debe de ser evitado, aunque nuestro corazón insista en que tiene fuerzas para soportar una embestida emocional más.


Como casi todo el mundo seguramente sabrá, Homero nos cuenta que Odiseo, en su fatigoso regreso a Ítaca, tuvo que pasar junto a las Sirenas, esos seres mitológicos mitad mujer, mitad ave, cuyo canto atraía a los insensatos marineros hasta el punto de perecer estrellados contra las rocas. El rey de Ítaca, fértil en ardides, halló la forma de salvar a sus compañeros del letal canto, taponándoles sus oídos con cera, de manera que sólo lo disfrutara él, previamente ligado al mástil de su embarcación.


En este pasaje, muestra de por qué las letras clásicas gozan del adjetivo “clásico”, se nos habla de una de las perversiones favoritas del ser humano de ayer, hoy y siempre: la irrefrenable atracción hacia lo prohibido. Odiseo demuestra ser tan de carne y hueso como nosotros, aquejado por el atemporal mal de querer tenerlo todo y salir indemne. No es suficiente salvar el paso de las Sirenas lo más rápido que los remos permitan; Odiseo, como cualquiera de nosotros hubiera hecho en esa circunstancia, quiere, necesita escuchar con sus propios oídos las notas de esa melodía que lleva a los hombres a suicidarse conscientemente, con una sonrisa en los labios. Es la belleza de lo malvado, lo prohibido, aquello contra lo cual nuestro cerebro puede idear mil y un argumentos pero sentir -saberlo sin lugar a dudas- que pierde la batalla antes incluso de plantarse en el campo. Es el abrasador golpeteo de la sangre a través de nuestras venas la que nubla nuestro frío entendimiento y nos empuja – haya o no mástil al que atarnos- a comprobar en nuestro propio cuerpo la devastadora belleza de aquello que sabemos que nos conducirá, si no a un recio y estrepitoso choque frontal, a un futil callejón sin salida.

¿Qué más da que en nuestro interior se repita, una y otra vez, la improcedente pregunta del “qué harás después”? Nada puede hacerse cuando se materializa ante nuestros ojos el oscuro objeto de nuestros inalcanzables deseos. A partir de ese instante, atrona enloquecedor el corazón jurando que no se resquebrajará por lanzarse contra la pared que se deja intuir tras la sonrisa de ese hombre -o esa mujer- que nos llama y nos aleja a partes iguales. Nada como ese delicioso, frustrante y poderoso tira y afloja que nos subyuga y nos impulsa siempre hacia delante – da igual si no hemos comprobado si hay camino o no en esa dirección-, esa insana y ficticia necesidad que nos recuerda por un efímero instante que vinimos a esta tierra para vivir, aunque ello signifique acumular un número indeterminado de cicatrices.


Quizá lo más sensato sea aceptar que no podemos desviarnos, como las moscas hacia la luz azul, de aquello que nos ensalza y mata suavemente a partes iguales; quizá debamos aspirar hondamente el aroma de nuestra perdición y no poner trabas a nuestros ciegos pasos, pues no está en nuestras manos nada salvo aceptar las cartas que la vida tenga a bien repartirnos. Quizá lo único que pueda hacerse es aceptar que el corazón se fortalece a cada rasguño que le hacemos soportar y que éste es, precisamente, el propósito de la vida: tener marcas que atestigüen que se ha vivido y, a fuerza de coleccionar unas cuantas, entender que el corazón está hecho de un material mucho más resistente de lo que a priori juzgamos.


A fin de cuentas, ¿alguien en la sala querría dejar de ser Odiseo para encarnar a uno de los anónimos remeros que jamás podrán contar entre sus recuerdos el haber casi muerto por la belleza de lo prohibido?