sábado, 4 de junio de 2011

Panem et Twitter


Si la Roma antigua nos sigue cautivando es, entre muchas otras razones, por su exquisita mezcla entre grandeza y decadencia. Es esta mágica fórmula la que nos hace mirar hacia ella -medio hechizados, medio horrorizados-, sin posibilidad alguna de hacer caso omiso a la nunca mejor nombrada “ciudad eterna”. ¿Quién se resiste al reclamo de una película -o serie- ambientada en la siempre de moda Roma? ¿Cuántos de los que me estáis leyendo no habéis sucumbido a su irresistible canto de sirena, tantas veces reinventado? ¿Quién no se ha maravillado y horrorizado a partes iguales ante la recreación de un cruento espectáculo circense o ante los ojos dementes de Peter Ustinov, impecable resucitador de Nerón? Y sin embargo, juraríamos que esas prácticas, tachadas sin dilación de inhumanas, no forman parte de nuestra sociedad actual. Mucho menos de nuestro Twitter, la estrella rutilante del momento donde todo aquel que se precie de estar al día tiene una cuenta de usuario.


El éxito de Twitter comparte algo -permítanmelo los puristas- con la Roma clásica: su humanidad. Cabe, antes de continuar, que aclare a qué me refiero exactamente con el término “humanidad”. Lo maravilloso del ser humano es su infinito contraste, su inestimable capacidad de adaptación al medio, sus grandezas y miserias que lo hacen único, genuino, irrepetible. Tanto lo mejor como lo peor de nosotros mismos queda englobado en el concepto “humanidad”. Establecido esto, Twitter es lo más humano de este siglo XXI, donde podemos dar rienda suelta -siempre en 140 caracteres, he aquí el reto que todo ser humano necesita para acometer con pasión una empresa- a todo nuestro ingenio, nuestra bondad, nuestro sentido del humor, pasión e incluso superficialidad.


Nada que objetar a lo anteriormente expuesto si se quedara ahí, pero por desgracia poner límites a la humanidad es tan inútil como intentar atrapar al viento con las manos. Veo, revoltura de estómago incluida, cómo a raíz del accidente de Ortega Cano mi TL se llena de comentarios pretendidamente ingeniosos, pretendidamente jocosos respecto a un incuestionable trágico suceso. Tweet tras tweet, compruebo que el Coliseum, con su rugiente público, ávido de sangre que prácticamente le salpique en la cara, ha encontrado un digno sucesor en el 2.0 en forma de un aparente inofensivo pajarito azul.


Vaya por delante que una servidora no es ni taurina ni antitaurina y, por lo tanto, no siente especial afecto o disgusto por el diestro. Pero sí soy persona. ¿Tan importante es que un tweet sea retuiteado o hecho favorito por gente que ni conocemos ni nos conocen que nos saltamos todos los códigos de conducta y del decoro? ¿Tanto mejora la vida de esas personas que, sin despeinarse, producen burlas y comentarios que rozan lo grotesco sobre un suceso que ha causado por el momento una muerte? ¿Tanto nos ciega el mudo aplauso virtual de los demás? ¿Tan barata vendemos nuestra empatía hacia otro ser humano? ¿O es que el hecho de que un personaje famoso, más o menos acertado en su vida -como todos y cada uno de los que estamos leyendo o escribiendo este artículo- esté involucrado en un suceso nos da automáticamente permiso para sacar lo peor de nosotros mismos y bromear con la muerte? Parecemos mercenarios cuyo sueldo es la efímera fama de la plataforma del momento.


Soy de las que todavía creen que no todo está en venta ni todo vale. Soy de las que creen que el ser humano necesita algo más que panem et circenses. Y quien dice circenses, dice Twitter.