mientras pueda
acordarme de mí,
mientras aliente un
soplo de vida
en este cuerpo.”
Si he de ser sincera, lo nuestro no
comenzó bien. Aunque sólo nos lleváramos cuatro años, en según qué tramo de la
vida, suponen un muro infranqueable, demasiado alto como para ver más allá de
nuestras diferencias. Yo quería jugar a leer cómics en voz alta, impostando la
voz y todo, y ella prefería salir con su pandilla de amigos, a ser posible, sin
la acusica de su hermana pequeña que, de aquella, todo lo que oía lo cascaba a
sus padres, sin miramientos ni calcular los efectos colaterales de semejantes confesiones.
Para que os hagáis una idea: recuerdo haber comentado en medio de una cena,
entre “pásame el pan” y “échame agua”, que la había oído decir “joder”.
Silencio en la mesa; mi padre fulminándola con la mirada; ella, callada, roja y
seguramente jurando matarme en cuanto tuviera ocasión. Así que no: no tuvimos
buenos comienzos.
De repente, un día nuestra relación
cambió. No sabría decir cuándo exactamente ni por qué motivo. El caso es
que se empezó a forjar entre nosotras un
pequeño pacto: lo que la una le contaba a la otra de ahí no salía. Al principio eran cosas
triviales: alguna anécdota graciosa con cierto profesor; estar nerviosa ante un
examen de matemáticas; una compañera de clase que no caía demasiado bien...
Después la cosa fue ganando en profundidad: lo que no nos gustaba de nuestros
padres, de nuestras vidas y cuerpos adolescentes... Para cuando apareció el
amor en formato de flirteo juvenil, la una no concebía no contárselo a la otra.
Una servidora ha escrito muchos diarios a lo largo de su existencia. Los que
escribía a los diez años eran tremendamente ingenuos en contenido -“Hoy me he
levantado a las 9:45h., diario, y he desayunado leche con tostadas y miel”-,
hecho que fue cambiando de manera directamente proporcional a los años cumplidos.
Ella ha leído todos y cada uno de ellos, sin que ello nunca me haya parecido
una incoherencia. Es más, siempre lo he considerado un alivio, un descanso
tremendo el poder contárselo todo: con ella no debo ocultar nada, ni siquiera
lo más escabroso o vergonzoso. Ella significa estar en casa, estar a salvo. No
me juzga jamás y, aunque no esté de acuerdo con lo que piense, sienta o diga,
ni se plantea por ello no estar a mi lado. Si el amor de tu vida es aquel que
te acepta tal cual eres, no te intenta cambiar y daría lo que fuera por ti, sin
duda alguna, ella es el amor de mi vida.
Tampoco creáis que la historia ha sido
perfecta: a veces – me matará por haber escrito esto- no he sabido estar en mi
sitio. Seguro que me ha perdonado y hasta lo habrá olvidado: soy yo la única
que daría cualquier cosa por volver atrás y cambiar aquella etapa en que no
supe estar donde debía. De ahí su grandeza: aun habiéndole fallado, sabe pasar
hoja perfectamente, sin resquicio de rencor oculto -si algunos de los que
estáis leyendo esto también le habéis fallado, sabéis que lo que digo es la
pura verdad.
Ambas nos hemos ido haciendo mayores.
Hemos ido pasando por muchísimas situaciones, algunas buenas; otras, a pesar de
la sonrisa, nada buenas. A veces, hasta hemos estado muy cerquita de dejarnos
vencer por el cansancio, por la vida perra y tacaña, por las traiciones, por
las decepciones, por las elevadas expectativas de nuestros propios futuros que
insisten en no mostrarse diáfanos, por el vacío que a veces se estira más que un
chicle, por la desorientación que los cambios de etapa dejan en la boca del
estómago, por el miedo, por el amor – presente o ausente, da igual qué
variante-... Pero si nunca hemos cruzado más allá de la línea del “muy
cerquita”, es porque con el paso de los años hemos comprendido que la una
cuenta con la otra -”compañera, usted
sabe que puede contar conmigo, no hasta dos o hasta diez, sino contar conmigo”-
y que si una dijese “que se pare el mundo, que yo me bajo”, le haría una putada
gordísima a la otra. Prácticamente insoportable.
A día de hoy, después de tantos tiros
pegados, tantas vidas y, por consiguiente, tantas muertes vividas, no sabría
vivir sin ella al otro lado del teléfono. Ella es la sombra del buen árbol que
siempre me da cobijo; ella es el espejo donde no temo mirarme; ella es mi
mitad, aquello que ya tengo y lo que no; ella es lo inamovible, con lo que
siempre puedo contar; ella es mi amor más allá de modas o convenciones; ella es
mi debilidad, mi fe, mi fortaleza y mi orgullo.
Ella es mi hermana y se llama Eli.
Te quiero, Eli. Siempre es -y será-
siempre.
Luci.
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