sábado, 13 de agosto de 2011

Pon una Claudia en tu vida por Luci


Mi nueva vecina tiene una hija llamada Claudia. A parte de que tiene -bajo mi humilde opinión- uno de los nombres más bonitos que la onomástica romana nos ha legado, es pizpireta, despierta, lista. Sólo he pasado con ella unos diez minutos pero no me ha hecho falta más: sus enormes ojos grisazulados, abiertos a más no poder, me confirman que tiene un hambre de mundo como sólo los niños pueden tener; la verborrea incesante y no siempre comprensible que sale de su boquita deja bien patente su urgente necesidad de comunicarse con el mundo que la rodea; su caminar tambaleante y, aun así, decidido habla de sus intenciones nada sutiles de conquistar el espacio que aparece ante ella; sus expresivos gestos, que vienen a salvar la anteriormente mencionada falla en su lenguaje, no son más que los movimientos que cualquier mago ejecutaría para mantener encandilado a su auditorio. Y lo más importante que, no por ser obvio, hay que dejar de decirlo: como niña que es, forma parte del género femenino.


Antes de continuar, un pequeño ruego para los lectores de género masculino: puesto que esto no es otro artículo más sobre la superioridad de un género sobre el otro, por favor, paciencia y nada de juicios -hay que ver qué cosas pido!- hasta el punto y final de esta entrada.

Hace unos cinco años, la que suscribe trabajaba en un comedor escolar. Mi función era ayudar a comer y posteriormente a dormir a los niños de tres años de un colegio de Barcelona. Como la clase era mixta, podía, durante los breves instantes en que conseguía dormir a aquellas veinte fierecillas, dedicarme a observar el comportamiento que habían tenido a lo largo de la comida conmigo. La conclusión era clara: las niñas eran más espabiladas que los niños. No sólo es que, en general, supieran familiarizarse mejor con los cubiertos recién descubiertos, sino que también sabían poner antes en práctica una serie de tretas para burlar la norma de oro de todo comedor que se precie: “hay que comérselo todo”. A la hora de dormir, tanto niños como niñas causaban problemas pero, si bien a los niños había que reñirles porque se peleaban entre sí ante tus narices, con las niñas el tema era diferente: entendían que yo no podía verlas hacer de las suyas si querían salir airosas del lance. En resumen, eran las niñas -no todas, claro; por desgracia, hasta en párvulos ya hay “clases”, como en la vida misma- las que manejaban el cotarro y las que te planteaban problemas menos infantiles, por así decirlo.


Esas niñas que, como Claudia, estaban dotadas con el don de hechizar con su desparpajo a todo ser vivo que estuviera en su radio de acción, un día llegarán a los doce años, fecha aproximada en que todo suele cambiar y el embrujo digno de un prestidigitador se vuelve en su contra. Es la llegada de las hormonas que hasta mucho tiempo después no las abandonarán, creándose así una relación de amor y odio que ríete tú de Red Buttler y Scarlata O'hara.


Muchos científicos habrán dicho ya esto que voy a decir ahora muchísimo mejor que yo, con una precisión -valga la redundancia- científica, apoyada por miles y miles de datos; aun así, allá vamos: las hormonas son la clave de absolutamente todo. “Hormonas” es la respuesta a por qué no hay más mujeres en altos cargos; es la respuesta a más del 80% -si no es más- de las riñas que tenemos con nuestras parejas; es la respuesta a por qué le damos tantas vueltas a todo, a por qué somos emocionalmente más fuertes que los hombres, a por qué sufrimos por amor de una manera en que los hombres no sufren -no digo que los hombres no sufran por amor, digo que sufren diferente-, a por qué a veces nos sentimos diosas del Olimpo para a continuación dudar de absolutamente todo lo que nos compone. Sin hormonas, seríamos, ni más ni menos -sin connotación negativa ni positiva-, hombres.


Escribo este post porque creo que es importante recordar que somos diferentes, hombres y mujeres, y que precisamente ahí reside la belleza del hombre y la mujer, la broma sublime, el guiño pícaro del Universo: tan distintos a pesar de pertenecer a la misma especie, condenados a pelearnos si no aprendemos a dejar de esperar rasgos de nuestro propio género en la persona que se nos presenta en frente. Escribo todo esto porque, como mujer, lidio con las hormonas y sus impredecibles consecuencias y porque quiero recordaros a todas -y a todos, también os irá bien- que para encontrarnos a gusto y sentirnos exitosas en la vida debemos conocer y aceptar todo aquello que nos compone. Así quizá nos sea más fácil no perder de vista el hecho de que en el interior de todas nosotras hay una pequeña Claudia que sigue teniendo el poder de desarmar a cualquiera, incluidos nuestros propios miedos e inseguridades.


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