sábado, 20 de agosto de 2011

La verdad nos hará libres, por Luci


El origen del adjetivo “sincero” proviene, una vez más, del latín. Contaba mi profesor de Filología Latina durante el último año de carrera que sincerus -a -um era una de esas palabras que los latinos tuvieron que adaptar a los conceptos griegos, más filosóficos, más metafísicos y por tanto, más extraños al pueblo romano que, en origen, no eran más que campesinos. Este adjetivo, continuaba mi profesor, se aplicaba al mundo rural, concretamente al ámbito de la apicultura: las mejores mieles eran las calificadas como sinceras, porque, literalmente, no tenían cera. Posteriormente, el concepto se cargó de cierto matiz metafórico y se aplicó a aquellas personas que, porque no ocultaban nada, resultaban tan buenas como aquellas mieles que dejaban pasar hasta la luz a través de ellas.

Quizá porque lo llevo en los genes, quizá por esta apasionante explicación filológica, siempre he defendido la sinceridad a ultranza y la he practicado con fe ciega. Es probable que algunos de los que me estáis leyendo ahora mismo penséis: “Normal! Hay que ser sincero en esta vida y no mentir. La mentira es mala; la sinceridad, buena.” No habría material para un post si las cosas fueran tan sencillas pero la realidad, que supera en incontables ocasiones a la ficción, resulta ser más enrevesada. Decir la verdad, a pesar de la buena fama de la que goza, tendría que llevar un prospecto que indicara claramente sus contraindicaciones o efectos secundarios, tan adversos como imprevisibles. Por muy incomprensible que me resulte -llamadme ingenua-, hay gente que no quiere ni escuchar ni decir la verdad. Aducen razones como aquello de que una persona que dice siempre la verdad es un tanto maleducada o egoísta, que no sabe reprimir su impulsiva verborrea hacia los otros cuando a nadie le interesa; otros defienden que hay gente que confunde la sinceridad con una falta de tacto que pierde de vista que hay formas y formas de decir las cosas; otros, finalmente, consideran que no hay por qué decir la verdad si ello va a causar -siempre bajo su punto de vista, claro- más dolor, abogando por una de aquellas mentiras piadosas que cantaba el maestro Sabina.

Yo, que en esto voy a contracorriente, he escogido el poco transitado camino de la sinceridad y, a estas alturas de la película, me he encontrado con reacciones de lo más variopintas. Desde gente que te agradece esa sinceridad hasta gente que te extirpa de su vida porque, a pesar de las buenas palabras con las que has intentado adornar la realidad para que no le resulte tan cruda al otro, esa sinceridad les resulta de lo más hiriente. Mientras camino por este sendero recibiendo un palo sí, otro día también por culpa de esta manía mía respecto a decir la verdad, veo, en el sendero paralelo, cómo la gente se las ingenia para eludir de tanto en tanto la sinceridad que tan necesaria creo para cualquier tipo de relación entre personas.


Sinceridad y fidelidad, en realidad, son hermanas. Si los hombres -y también las mujeres, que haberlas, haylas- entendieran lo sencillo que es decir la verdad no habría tantas “historietas” a la hora de romper una relación, por ejemplo. ¿Nadie se ha dado cuenta de que si la causa del final de una relación es una infidelidad o que, simplemente, se acabó el amor lo más fácil es decirlo sin más? Ahora es el momento en que algunos os revolveréis incómodos en el asiento y pensaréis aquello de “Sí, claro, bonita. Lo que tú digas”, pero yo insisto. Obviamente, al decirle a tu pareja que se ha acabado lo que se daba o que te están entrando ganas de verte con aquella compañera del trabajo que no hace más que sonreírte, no se puede esperar una reacción calmada. Lo más normal es que el destinatario de este sincero pero incómodo mensaje se acuerde de todos tus muertos, de los hijos que todavía no has tenido y que te mande durante un tiempo todavía a determinar al limbo del silencio, de la no comunicación. Lo que mucha gente no ve son los beneficios que a la larga -garantizado- dará esa a priori suicida sinceridad: cuando al inevitable herido le pasen el tiempo y la ira del momento, verá que, a pesar del dolor, la otra persona le ofreció la versión verdadera en un gesto de gran valentía, sin importarle los sapos y culebras que aquella persona le espetó ante su sincera confesión.

Pero, claro, aquí es donde me quedo prácticamente sola. A la mayoría de la gente lo que le interesa es quedar bien, acabar las cosas sin que haya ningún malo de la película. Todos somos buenos gracias a una oportuna mentira o, según casos, a una verdad a medias. Las mentiras sólo son piadosas para el mentiroso, no para el que va a morder y tragarse ese anzuelo. La mentira es la salida de emergencia del edificio, sin mirar qué se deja atrás o en qué estado. Pero eso no es lo peor, queridos lectores: lo peor es la carga, de duración y peso indeterminado e insospechado, que habrá que arrastrar por culpa de una mentira que parecía ser muy cívica, muy correcta, muy necesaria, incluso.

Aunque la que escribe no es católica ni practicante, una de las mejores frases de la historia aparece en la Biblia: la verdad os hará libres. Siempre y cuando, añadiría yo, haya el valor suficiente para querer ser libres, implique lo que implique.

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