lunes, 29 de agosto de 2011

Va por nosotras


Aparece una adolescente en escena. De unos dieciocho años, complexión normal, ni muy baja ni muy alta. Atractiva aunque, debido a la edad y a una serie de inseguridades propias de dicha etapa, no lo sabe todavía.

Se maquilla, un sábado más, ante el espejo: primero la crema hidratante, luego un poquito de base y antiojeras – exámenes y madrugones se dejan notar incluso en los rostros más jóvenes. A continuación, toca elegir la sombra de ojos y para ello -antes muerta que sencilla- nuestra protagonista debe pensar en la ropa que se pondrá después. ¿Escogerá un tono lila para dar un punto de color al negro que imperará en su vestimenta? ¿O quizá se decante por el marrón, que hará juego con sus más que normales ojos? Decidido esto, sigue el ritual con la delicada aplicación del color sobre el párpado – al final, ha optado por el lila, por si alguien sentía curiosidad-: de dentro hacia afuera, igual que se lo había visto hacer a su madre tantísimas veces, sin salirse del párpado móvil. Tras unos instantes, contempla el resultado que le devuelve el espejo con minuciosa atención -”¿Me habré echado demasiado? ¿Habré acertado con el color? ¿Será demasiado ir por ahí con esto? Estos brillos no sé si me acaban de convencer... Ya he visto a algunas chicas con este tono pero, ¿a mí no me queda raro?”-, crema desmaquillante y algodón cerca por si el reflejo que el espejo le devuelve no la satisface plenamente. A pesar de las dudas, decide, por una vez, ser atrevida y seguir adelante con ese color -”para todo hay una primera vez, ¿no?”.

Tras repetir exactamente esta operación en el otro párpado, le toca el turno al lápiz de ojos. No tiene ni que pararse a pensar. A pesar de que en el estuche de pinturas de su madre haya diferentes tonos, escoge el negro. Aclararé, aunque quizá las lectoras de este post no lo necesiten, que la elección de nuestra protagonista está motivada por su intento de parecer mayor. Nada como el negro para dar seriedad, sofisticación y profundidad a unos ojos. Nada como el negro para transformarse de niña en mujer. Primero, el párpado inferior, bien marcado. Nuestra protagonista se sonríe internamente al recordar que, de niña, cuando veía a su madre realizar esa misma operación, creía que el hecho de pasarse un lápiz -igual que los de Staedtler desde su ingenuo punto de vista- por dentro del ojo tenía que ser muy doloroso. Ahora venía la parte crucial: el párpado superior. El truco estaba en tener bien afilado el lápiz, tensar ligeramente la piel del párpado y no desviarse apenas de la zona de las pestañas. Y contener la respiración, claro. Pasado ese momento, sólo quedaba poner un toque de blanco en el pico interno del ojo y a lo largo de toda la ceja -para dar un punto de luz, como le había aconsejado una amiga suya.


Justo cuando se disponía a finalizar su tarea aplicando un poquito de rímel en sus pestañas, aparece, detrás de ella, su novio. Tiene también dieciocho, es atractivo pero, a diferencia de nuestra protagonista, él lo sabe a ciencia cierta, rozando el comportamiento de un pavo real. Como es el primer amor de nuestra protagonista, lo idolatra. Ella sonríe triunfal al reflejo de su amor ante el espejo. Parece otra y por ello, se siente guapa. O, al menos, se sentía así hasta que, pasados unos segundos, en la cara de su amor no se refleja ninguna sonrisa ni nada parecido. Tenía una expresión contenida. Nuestra protagonista no separa los ojos de él, a la espera, ansiosa, de su veredicto.

- La que no es guapa a los dieciocho ya no lo será nunca -sentenció su novio.


La sonrisa de nuestra protagonista se marchita a medida que su cerebro va procesando la información que acaba de salir de la boca del ser superior que tiene por novio. Cuando él se va del baño, nuestra protagonista se queda mirando fijamente su reflejo. Tan claro como que debía de ponerse lápiz de ojos negro, sabe lo que tiene que hacer ahora. Alarga su mano hasta la crema desmaquillante y el paquete de algodón que está al lado. Mientras se desmaquilla, siente que se caen trozos de sí misma. Había fracasado estrepitosamente en su propósito. A fin de cuentas, nada de esto importaba si a él no le gustaba, puesto que, en realidad, era para él para quien se maquillaba. Sólo quería gustarle más. Una vergüenza terrible, un sentimiento de sentirse completamente estúpida la invadió. Pero si él lo decía, sería cierto. ¿Por qué le diría una cosa que no fuera cierta? Él sólo miraba por su bien, para que no hiciera el ridículo. Se lo decía porque la quería, incluso sin maquillaje. Suspiró aliviada, recordándose la gran suerte que tenía por poder contar con él.

Si ya lo decía ella: el lila aquel no acababa de convencerla. ¿Por qué le habría hecho caso a su amiga con lo del famoso punto de luz? Las rojeces que empezaban a surcar sus ojos indicaban que estaba ejerciendo más presión de la necesaria. “Es verdad. Parezco un payasete.”

Su cara volvía a aparecer limpia, sólo surcada por aquellas ojeras de estudiante. Levantó la tapa de váter, tiró los algodones manchados de maquillaje y accionó la cadena.

Menos mal que está él para decirme cuándo voy bien y cuándo hago el ridículo; si no...”

Apagó la luz y anunció a su amor que estaba lista para salir a la calle.


Este post va dedicado a todas las mujeres que, por un mal entendido concepto de amor, se desmaquillaron alguna vez. Va por nosotras.


2 comentarios:

  1. Para las que nos desmaquillamos alguna vez, o nos cambiamos de ropa o bajamos la voz en un sitio público pq "estás haciendo el ridículo"... Y por todas las que poco a poco se fueron encontrando a sí mismas PESE a la influencia de todos los hombres (y mujeres) insegur@s que intentaron contenerlas bajo ell@s. Olé por nosotras!!!
    Mónica Carrasco

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  2. Ole por ti y tu puntualización! Amén, hermana, amén :-) Un besazo grande, grande, Mónica!

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