Acordemos una noche entre
tú y yo. Juraré solemnemente que no habrá amor si tú prometes
hacer como si lo hubiera. Hablaremos mucho o nada en absoluto: no
importará siempre y cuando la noche transcurra estrictamente entre
tú y yo.
Deberás estar cerca de
mí y será de obligado cumplimiento que cada cierto tiempo -que no
exceda de un instante- el uno toque al otro para así sentir esa
electricidad que reavivará mi entumecido corazón. Nos miraremos a
los ojos, bien adentro, con toda la atención de que seamos capaces,
pues, cansados como estamos del resto del mundo, bien sabremos que
nada mejor hay ahí afuera.
Tómate tu tiempo al
mirarme a los ojos: comprueba con ojo experto cómo surcan las
decepciones mis pupilas, cómo las historias que murieron antes de
haber nacido han oscurecido mi iris, cómo te hablan de mis noches en
vela las arrugas que envuelven mis ojos. Intuye cómo era yo antes de
este inmenso vacío. Enséñame, después, a leer los tuyos: dónde
tienes las marcas de las batallas perdidas? Dónde se esconden los
daños que has provocado y dónde los que te han infligido? Finge
brillo en tu mirada para que yo también pueda maldecir el no haberte
conocido antes de este inmenso vacío.
Toma mi mano con
sencillez. No pidas ni siquiera permiso, pues no es un tesoro que
muchos codicien. Recorre el dorso de la mía con tu pulgar,
distraído, como si ese gesto no implicara nada en absoluto. Déjame
recordar cómo se entrelazan los dedos: la sensación de echar raíces
al hundir los míos en los tuyos, la ilusión de nexo
inquebrantable...
No nos avergonzará el
silencio que precederá al beso, pues los dos sabremos que no es más
que otra cláusula de este contrato emocional. Deja que inunde la
habitación, sin prisa, sin azorarnos pues no hay emociones en juego.
Te dejaré hacer como si toda yo te perteneciera. Te haré creer que
te siento mío. Y no habrá riesgo en ello, pues previamente habremos
dejado nuestros corazones en el umbral de la puerta.
Te permitiré contar mis
cicatrices si a cambio tú me enseñas las tuyas para poder marcarlas
con un beso tierno. Exorciza mi miedo a ser invisible haciéndome
visible sobre tu piel. Hazme real por unos instantes, para que pueda
olvidar que hace mucho tiempo que estoy muerta. Mi entrega parecerá
incondicional: prometo que no notarás la diferencia. Me abriré a ti
en canal y por un instante dejaré al pie de la cama todas las Lucía
que he sido para sólo ser, sólo sentir, sólo vivir. Tendrás el
mismo derecho a desprenderte de tus yo anteriores y yo haré como que
no he sido testigo de semejante intimidad siempre y cuando accedas a
abrazarme hasta que me quede dormida. Respira contra mi nuca. Junta
mis pedazos rotos con el poder curativo de tus brazos. Deséame
buenas noches al oído, en un susurro apenas perceptible. No
importarán tanto las palabras como la sensación de ser su
destinataria entre las paredes que tanto silencio cobijan.
Prometo solemnemente al
día siguiente mirarte con la huera cortesía de los desconocidos. El
olvido más tupido tomará mi mirada y tamizará la emoción en mis
palabras. Al día siguiente, todo será rígido, todo formalismos.
Nadie – ni siquiera nosotros mismos- llegará a pensar que hemos
sido capaces de semejante intimidad.