domingo, 2 de octubre de 2016

Al mar



Se dirige al mar como al amor: con paso firme, decidida, en línea recta, sin desviarse ni amilanarse ante el viento cada vez más frío.

Se dirige al mar como al amor: sin mirar hacia atrás, sintiéndose cada vez más joven, más ella misma. Nada como el mar para ser ella misma.

La brisa marina, como el preludio de cualquier amor, hacía desaparecer los años y las heridas.

A estas alturas el batir de las olas tamiza los joviales chillidos de los niños. “Esto es el norte: aprendimos a jugar entre risas con las olas oscuras y frías”.

No se detiene porque las gélidas aguas laman sus pies: es a eso a lo que ha venido. Nada como el agua fría para saber que sigue viva. Avanza con determinación, subiendo las piernas antes de volver a hundirlas, casi marcialmente, a través de las olas, hasta topar con la arena, como si allí se aplastaran los malos pensamientos.

La mirada sigue fija en el horizonte, como la promesa de un paraíso marino. Cada vez es más difícil mantener el ritmo porque el agua bate ya contra sus muslos. Bracea con fuerza, como si luchara contra invisibles hilos. Nada la apartará de su objetivo.

Se permite mirar a sus piernas, ligeramente enrojecidas: el mar, como el amor, tiene la capacidad de crear calor donde solo había frío.

Cuando el agua cubre su vientre, debe respirar profundo, encogiendo la tripa. Pero ya sabe que esa sensación de cristal es el nimio precio a pagar por el cielo prometido. La espumosa cresta blanca de una ola la hace ponerse de puntillas mientras una sonrisa de niña aflora en su cara. “Aquí estoy, aquí estoy yo”. Nada como el mar para volver a reencontrarse consigo misma.

Aumenta frenético el ritmo de las olas, que dejan a su paso una estela blanca, burbujeante, masticable en el ambiente. Se acerca una ola que no podrá saltar. En el mar, como en el amor, hay que saber cuándo rendirse, dejar de ser uno mismo para sumergirse en el otro.

Este es el momento de la transfiguración. Una última bocanada antes de estrellarse contra la turbia superficie espumosa.

Silencio. Se detiene el tiempo. Aun con los ojos cerrados, no hay sensación de desorientación. En el mar, como en el amor, huelga mantener los ojos abiertos para sentir. El mar la envuelve en su gélida suavidad y, a cada burbuja de oxígeno emitida, se desprende un pesar. “Aquí estoy yo. De aquí soy”.

Subir a la superficie y respirar con la sonrisa triunfante en la cara. A pesar de los años transcurridos, allí sigue encontrándose a sí misma. La primera zambullida en el mar, como en el amor, es una resurrección. Otra vida más, para las muertes que se vengan, en el eterno retorno.

A lo lejos, la gente nada.

Algo en el fondo del mar tira de ella para que vuelva a sumergirse. Se acuerda de cuando era niña y quería ser una sirena, dando vueltas bajo el agua, sobre sí misma. Sólo bajo el agua se desinhibe y se permite ser o no ser, sin rendir cuentas a nadie -ni siquiera a sí misma-.

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